El día comenzó con una sensación extraña, como si el mundo hubiera suspirado. Por primera vez en muchos días no llovía, los árboles no susurraban, y hasta el aire se volvió más denso, casi dulce.
Me desperté temprano, aunque apenas había dormido unas horas. El espejo de la pared estaba limpio: sin grietas, sin humedad. Pero cuando pasé frente a él, tuve la impresión de que alguien observaba. No a mí, sino desde dentro.
En el teléfono parpadeaba un nuevo mensaje:
“Hoy todo comenzará. 21:00. No llegues tarde.”
Y, por supuesto, la firma: “L.”
Miré esas letras durante largo rato, adquiriendo un sentido que no debía tener. Debería haberlo borrado. Fingir que nada había ocurrido. Pero algo en mí ya no respondía a la lógica. Tal vez curiosidad. Tal vez fatalismo. O quizá —el mismo deseo que, aquella vez en el parque, abrió la puerta.
La noche era cálida y oscura. Estaba frente al espejo, cepillándome el cabello. Brillaba bajo la luz de la lámpara, y pensé, sin querer, que me veía diferente. Más hermosa. Más serena.
Mamá dijo que iría a casa de una amiga. Y eso me pareció demasiado conveniente para ser casualidad.
“Estás preciosa”, decía el nuevo mensaje en la pantalla, aunque yo no había enviado ninguna foto.
Tragué saliva.
“¿Me estás observando?”
“Siempre estoy cerca. Tú misma me invitaste.”
El corazón se me encogió, pero el miedo y la curiosidad se entrelazaron como dos colores en una misma llama.
La mansión se alzaba en el borde del bosque, donde el camino se perdía en la niebla. La luz de las ventanas era suave, dorada. Frente a la entrada —decenas de coches caros, relucientes, de esos que nunca se veían en el aparcamiento del instituto. Lucius me esperaba junto a la verja. Con camisa negra, sin chaqueta, parecía inhumanamente sereno —demasiado. Sus ojos absorbían cada movimiento, cada reflejo. Cuando me tendió la mano, sentí un calor que no podía pertenecer a un ser humano.
—¿Lista? —preguntó.
—¿Para qué exactamente?
—Para tu deseo.
Sonrió de una manera que me dolió en el pecho. Y entramos.
Dentro había mucha gente. La música sonaba grave, rítmica, como un corazón —uno solo, común a todos. Personas bailaban con máscaras: negras, blancas, doradas. Tela, luz, roce. Nadie hablaba en voz alta. Todos sonreían. No reconocía ningún rostro. O quizá simplemente no podía hacerlo.
El suelo relucía como cristal, las paredes estaban cubiertas de espejos. Reflejaban todo: la luz, los gestos, incluso el aliento. Me pareció que, con cada paso, mi reflejo cambiaba. Se volvía más segura. Más profunda. Y luego noté que en uno de los espejos mi reflejo no imitaba mi movimiento.
Me quedé inmóvil. La mano del reflejo no se levantó. Los ojos me miraban directamente, pero sin brillo —como agua oscura. Parpadeé… y todo volvió a la normalidad.
—A los espejos les gustas —susurró Lucius, de repente a mi espalda. Su aliento rozó mi oído—. Ellos ven la verdad.
—¿Y cuál es?
—Siempre quisiste ser otra. Y ahora lo eres.
Me giré, pero él no me miraba a mí, sino hacia el fondo del salón, donde las luces temblaban como en un espejismo.
—¿Por qué haces esto, Lucius? —pregunté—. ¿Por qué yo?
—Porque tú dijiste “sí” cuando otros ni siquiera se atreven a soñar.
Su mano rozó mi muñeca —un toque leve— y una ola de calor me recorrió el cuerpo. La piel brilló bajo la luz de las lámparas, como si algo dentro de mí despertara.
—Mira —susurró inclinándose—, todos te ven sólo a ti.
Y era cierto: la gente a mi alrededor se detuvo de pronto, se volvió. Sus rostros tras las máscaras quedaron inmóviles, sus miradas fijas en mí. Sentí que la garganta se cerraba y la sonrisa desaparecía.
—Lucius...
—Esto es lo que querías. Ser especial. Ser visible.
Su voz era suave, pero insoportablemente lejana. Y entonces, entre los espejos, vi a Lisa. Su reflejo se alzaba tras la multitud —pálido, con el cabello enmarañado y los ojos brillando como luz bajo el agua. Abrió la boca, pero en lugar de voz, surgió un susurro que, aun así, escuché:
“Tu turno.”
Di un paso atrás, pero el suelo desapareció —sólo brillo y oscuridad. Lucius extendió la mano.
—No temas. Es sólo el comienzo.
—¿El comienzo de qué?
—De la vida que pediste.
En los espejos parpadeaban cientos de reflejos —míos, suyos, ajenos. Se movían fuera de ritmo. En cada uno me veía distinta: sonriente, segura, perfecta. Y luego —vacía.
La música se apagó. En el silencio sólo oía mi propio corazón. Y un murmullo:
“Tú me llamaste, Eurica.”
Se inclinó hacia mí, y vi en sus pupilas el agua oscura. La misma de mi sueño.
—El ojo del demonio… —susurré.
Él sonrió.
“Y tu alma —su reflejo.”
Lo último que recuerdo es mi reflejo alzando la mano hacia mí, y detrás de Lucius —una llama negra que estallaba. Todo alrededor comenzó a temblar, a disolverse, como un cuadro borrado por la lluvia.
Grité. Pero mi voz no sonó en mis oídos, sino en la profundidad del cristal.
Y entonces lo comprendí: no era una fiesta. Era un ritual.
Y yo —su ofrenda.