El Suspiro de la Oscuridad

9.

Desperté en el frío. No sobre una cama, sino sobre tierra húmeda. El aire olía a pantano y hojas viejas; sobre mi cabeza crujían ramas desnudas. Muy cerca, el agua goteaba con lentitud. El amanecer se filtraba entre la niebla, y el mundo parecía descolorido, como un dibujo borrado a lápiz.

Permanecí sentada un buen rato, sin moverme, hasta que comprendí dónde estaba. El parque. El mismo que no existe. El que lo empezó todo.

Las palmas de mis manos estaban otra vez cubiertas de arañazos —reales, dolorosos. El corazón me latía con la furia de un pájaro atrapado.

—No… no puede ser —susurré—. Esto es otro sueño.

—¿O quizá el despertar? —respondió una voz conocida.

Me estremecí.

Lucio estaba a pocos pasos, vestido de negro, igual que en la fiesta, aunque ahora parecía distinto. La luz no tocaba su piel; era la sombra la que lo abrazaba, viva, movediza. Sus ojos —ni negros ni grises, sino del color de la ceniza— no brillaban, solo contenían profundidad.

—¿Qué es esto? —pregunté—. ¿Dónde están todos? ¿Dónde estoy?

—Estás donde siempre quisiste estar —respondió—. En medio.

—¿En medio de qué?

—Entre quien fuiste y quien inventaste ser.

Caminaba hacia mí despacio, y con cada uno de sus pasos el mundo parecía perder sonido: el viento, el agua, incluso la respiración. Solo lo sentía a él.

—Hiciste una promesa —dijo en voz baja—. Allí, en el parque, cuando llamaste a tu vida perfecta.

Negué con la cabeza.

—No lo recuerdo…

—Las personas rara vez recuerdan sus deseos cuando empiezan a cumplirse. Pero el mundo siempre los recuerda.

Se inclinó hacia mí, su rostro tan cerca que podía sentir su voz sobre mi piel.

—No he venido a quitarte nada. Solo a restablecer el equilibrio.

Intenté retroceder, pero mis piernas no obedecían.

—¿Equilibrio de qué?

—De luz y oscuridad. De dolor y deseo. Ya recibiste lo tuyo; ahora, algo más debe irse.

—¡No quiero! —grité—. No sabía que esto… que tú…

—Todos dicen lo mismo —respondió con una tristeza suave—. Pero nada cambia.

Miré sus ojos y me vi reflejada en ellos: miles de mí, en cada chispa de agua, segura, feliz… vacía.

—¿Vas a llevarte mi vida? —pregunté.

—No. —Extendió la mano—. Solo la parte que me pertenece.

—¿Y cuál es esa parte?

—Tu sueño.

Las lágrimas me rodaron por las mejillas sin que notara cuándo empezaron.

—¿Y si me niego?

—No se puede renunciar a lo que ya forma parte de ti —dijo—. Pero puedo hacerlo sin dolor.

Reí —suavemente, sin saber por qué—.

—¿De verdad crees que quiero alivio después de todo esto?

—Creo que lo que necesitas es la verdad.

Entonces, algo sonó detrás. Me giré y vi el agua. El mismo lago. El Ojo del Diablo. Su superficie era lisa como un espejo. En ella, el reflejo de Lisa. Estaba de pie, con el agua hasta las rodillas, los brazos extendidos. Sus labios murmuraban:

«No te resistas. O dolerá.»

Grité, pero no salió sonido alguno. Lucio se acercó, rozó mi mejilla con la palma —cálida, suave, casi humana.

—No temas. Tú me llamaste. Y yo respondí.

El agua rugió, y sentí cómo algo invisible tiraba de mí hacia adelante. Mis pies resbalaron sobre la hierba mojada; el suelo desapareció bajo ellos. El aire se volvió espeso.

—¡Lucio! —grité—. ¡Por favor, no!

Me miraba sin rabia, con ternura incluso.

—Equilibrio, Evrika. Sin él, el mundo se deshace.

Su silueta empezó a disolverse en la luz, como una sombra al amanecer. Lo vi extender la mano —no para salvarme, sino a modo de invitación.

—Recuerda —dijo—, todo lo que tememos acaba convirtiéndose en nosotros.

El agua rozó mis dedos. Frío. Luego calma. Y de pronto, en su superficie, vi mi reflejo: no la chica pálida de ojos asustados, sino la que había visto en los espejos de la fiesta. Perfecta. Sin miedo. Me sonrió antes de que la oscuridad lo cubriera todo.

Me pareció caer sin fin. Pero la caída no dolía. Desde lejos, su voz murmuraba:

«Timete voluntates vestras nam eae evenire solent…»

«Teme tus deseos, porque suelen cumplirse.»

Y entendí que era verdad. Porque todo deseo es una puerta. Y si la has abierto, nunca vuelve a cerrarse.

Cuando abrí los ojos, el sol apenas nacía. El parque estaba vacío. Los pájaros cantaban tan alto, como si nada hubiera ocurrido. Mis manos, limpias. Sin arañazos.
El teléfono, a mi lado, encendido, con un nuevo mensaje en la pantalla:

«El equilibrio ha sido restaurado. —L.»

Reí —breve, seca, sin voz. Luego me puse en pie y me marché, sin mirar atrás. Porque si lo hacía, no vería el cielo ni los árboles, sino mi propio reflejo, mirándome de vuelta.



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En el texto hay: misterio, amor, magia

Editado: 01.11.2025

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