Lunes.
Despierto con el suave sonido del despertador —no es ensordecedor ni molesto, solo constante, como si el mundo hubiera decidido empezar desde una página en blanco. El sol se cuela entre las cortinas, tiñendo la habitación de tonos cálidos, color miel. No entiendo enseguida por qué no tengo frío. La manta es blanda, el cuerpo liviano, como si nada hubiera ocurrido.
Sobre la mesilla está el móvil. Entero. Sin grietas. A su lado, las gafas, las mismas, con la inscripción «Propiedad de E. Stelter». Mis manos están limpias, sin arañazos. Me quedo mirándolas un rato, como si intentara recordar algo que olvidé con demasiada facilidad.
Mamá me llama desde abajo:
—¡Evrika, desayuna! ¡Y no llegues tarde, el autobús no te va a esperar!
Su voz suena normal, cotidiana. Todo es normal. Demasiado.
Me pongo el uniforme, trenza el cabello —el espejo me devuelve la mirada dócilmente, sin retraso. Solo hay un detalle: arriba, una finísima grieta. La toco con la yema del dedo. Está fría.
Por un segundo parece que el cristal tiembla, apenas perceptible, como el agua bajo un soplo de viento. Parpadeo, y vuelve a quedarse inmóvil.
El autobús, como siempre, llega tarde. Afuera huele a otoño, a asfalto mojado y aire fresco. Me quedo junto a la carretera, escuchando cómo despierta la ciudad. Desde el patio de la escuela llega una risa familiar —Lisa Goldstein, viva y escandalosamente alegre, abraza a Cameron. Algo se me hunde en el pecho.
No me muevo. Solo observo. Son reales. Están sonrientes. Como si nada hubiera pasado. Tal vez… nunca pasó.
—¿Despertaste? —dice una voz a mi espalda.
Me giro bruscamente.
No hay nadie.
Solo el viento jugando con las hojas, rozándome la mejilla con delicadeza. Pero lo oí. Lo oí de verdad.
Mis dedos se mueven solos hacia el bolsillo. El teléfono parpadea con un nuevo mensaje:
«Buen día, pequeña. No llegues tarde. —L.»
Me quedo quieta, tragando aire. La pantalla se apaga lentamente, reflejando mi rostro —pálido, confundido, pero… sereno. Demasiado sereno.
Llega el autobús. Subo y me siento en mi sitio habitual, junto a la ventana.
Rasti está a mi lado, sonriendo, como si nada hubiera ocurrido.
—Hola, dormilona. ¿Lista para otra semana aburrida?
—Lista —respondo, sin saber muy bien por qué.
Habla de química, de algo que pasará en clase, pero yo ya no escucho. Por la ventana, el parque pasa a toda velocidad.
El mismo.
Y por un instante creo ver entre los árboles una figura oscura. Tranquila, inmóvil. El autobús salta suavemente sobre un bache y la figura desaparece.
En el primer recreo me acerco al gran espejo del pasillo. Está limpio, con los bordes perfectamente pulidos. Me miro mucho tiempo. Los ojos son los mismos. Pero en el fondo… hay algo distinto. Un brillo, una sombra. Una sonrisa que aparece una fracción de segundo antes de la mía.
—¿Es una broma? —susurro al cristal.
El reflejo inclina apenas la cabeza, como si escuchara. Y entonces, desde muy lejos, resuena una voz conocida:
«Te lo dije: esto solo comienza.»
Suena la campana, y me aparto. El reflejo queda ahí, mirándome marchar. Una grieta empieza a descender lentamente por la superficie, ramificándose como una telaraña.
Cuando salgo de clase, el cielo vuelve a cubrirse de nubes. Las gotas de lluvia caen con un murmullo suave sobre el asfalto. El teléfono vibra con otro mensaje:
«Aún puedes elegir. —L.»
Miro la pantalla durante un largo momento. Luego la apago, guardo el móvil en el bolsillo y sigo caminando. La ciudad huele a tierra húmeda, a frío metálico y a algo más —oscuro, familiar.
Y cuando el viento se eleva sobre los tejados, oigo cómo susurra mi nombre. Igual que aquella vez.
Y entiendo: nada ha terminado. Solo vuelve a empezar.
Fin (o principio).