07/07/20xx
1:40 p. m.
Lluvia. Una incesante lluvia caía mientras las personas a mi alrededor me abrazaban y murmuraban que todo estaría bien. Pero en mi mente no había espacio para ellos, ni siquiera para el sonido de las gotas golpeando el ataúd que pronto sería cubierto de tierra.
Aunque mi mirada se mantenía fija en el ataúd, mi mente se perdía entre pensamientos imposibles: ahí yacía alguien que, hasta hace tan solo una semana, estaba lleno de vida, de amor y de metas a futuro. Somos tan efímeros —pensé—, que hoy estoy aquí, pero mañana podría ser yo quien descanse bajo esta lluvia y este barro.
El sacerdote continuó con la ceremonia, pronunciando palabras de esperanza sobre cómo él estaría en las puertas del cielo, gozando de salud, alegría y, sobre todo, de aquello que los humanos tanto anhelamos: paz.
Terminó con una oración, seguida del momento en que algún familiar debía dar las últimas palabras. Fue entonces cuando la señora Judith se acercó, agradeciendo a todos por el apoyo, por el tiempo y por las oraciones. Habló de lo buen chico que fue, de cómo sería recordado durante años por quienes alguna vez tuvieron la dicha de conocerlo.
Luego vino el último paso.
Vi cómo bajaban el ataúd color café y, poco a poco, la tierra iba cayendo sobre él. Lo observé como si el tiempo se detuviera, como si cada palada fuera una despedida más que no quería aceptar.
A mi alrededor, las voces se desdibujaban. Solo quedaba el golpe hueco de la tierra contra la madera.
Una tras otra, las personas se acercaban para decirme que debía ser fuerte, que debía vivir por ambos, que él velaría por mí como un ángel guardián.
Pero yo no quería un ángel.
Lo quería a él: sus abrazos, sus palabras, sus besos, sus detalles, todo.
Solo me quedaban sus camisas, su colonia, sus recuerdos.
“Ignorantes. No entienden cómo me siento.” Fue lo único que pensé mientras veía alejarse a los asistentes.
Mis padres me dieron espacio, y la señora Judith se marchó con su hija y su esposo sin siquiera mirarme o dedicarme una palabra.
~~ • ~~ • ~~ • ~~ • ~~ • ~~~
Entonces caí.
Grité, lloré, me desmoroné.
La lluvia se mezclaba con mis lágrimas hasta volverse una sola corriente sobre mi rostro. Mi cuerpo frío se aferraba al montículo de tierra que, hasta hace un día, no significaba nada para mí, pero que ahora cubría al hombre al que había llamado el amor de mi vida, el dueño de mis suspiros, mi poesía y mi corazón.
—Ya no está… —susurré con un hilo de voz quebrado.
¿Cómo seguir sin verlo, sin oírlo, sin tenerlo en mi día a día?
No sé cuánto tiempo pasó hasta que la lluvia dejó de empaparme. Solo sentí cómo alguien me cubría con una chaqueta.
Levanté la vista y vi a un desconocido. Sostenía una sombrilla, protegiéndome.
No tenía idea de quién era aquel hombre de silueta firme, y aunque lo intentara, mis ojos hinchados y el frío en mis huesos me impedían reconocerlo.
—Levántate —dijo una voz suave pero firme.
Sus ojos me observaron con una mezcla extraña de dolor y compasión. No entendía si era lástima o si él también conocía la pérdida.
—¿Quién eres? —pregunté.
No respondió. Su mano me sujetó con cuidado, pero con una fuerza que no dejaba espacio para resistirme. Me llevó hasta donde mis padres esperaban, preocupados.
Su cuerpo estaba tan empapado como el mío, aunque parecía no importarle. Al llegar junto a ellos, le entregó la sombrilla a mi madre. Cuando volví a mirar, él ya no estaba.
Intenté buscarlo entre la gente. Nada.
Solo el eco de la lluvia.
Nunca lo había visto antes.
Entonces…
¿qué hacía aquí?
La brisa trajo el último olor a tierra mojada, y sentí que el cielo también lloraba su partida.
Ese día no lo supe, pero algo cambió en mí. La vida —aunque no quería admitirlo— acababa de empezar a moverse otra vez.