Samara
El domingo amaneció tibio, con un sol que se colaba entre las nubes y un aire fresco que prometía un día perfecto para explorar. Después de desayunar, llamé a Eliana para que se uniera a la salida. Ceyla y Carlos ya nos esperaban en la entrada del edificio.
—¡Samara! ¡Hoy vamos a conquistar la ciudad! —dijo Ceyla, abrazándome con entusiasmo desbordado—. Vamos a descubrir todos los rincones, ¡como turistas de lujo!
—Tranqui, Ceyla —le respondí, riendo—, que tampoco queremos perdernos ni romper nada.
Carlos, con su sonrisa típica de “sé algo que ustedes no saben”, levantó una ceja, claramente disfrutando de mi comentario.
—Tranquilas, chicas —dijo con tono pícaro—. Yo soy experto en paseos urbanos… y en robar miradas, pero solo si nadie nos está viendo.
—¡Ay, Carlos! —exclamó Ceyla, riendo—. Deja tu egocentrismo de lado.
—Es parte del paquete, Cey, no lo entenderias —replicó él, guiñándome un ojo—. Pero no se preocupen, hoy me porto. Bueno… casi.
Salimos caminando, y la ciudad nos recibió con su bullicio habitual: cafeterías con aroma a pan recién horneado, vendedores ambulantes y las fachadas llenas de historia y color. Cada esquina era una foto esperando a suceder, y mientras caminábamos, Ceyla señalaba todos los detalles con energía contagiosa.
—¡Miren ese mural! —gritó, apuntando a un enorme grafiti en tonos brillantes—. ¡Perfecto para fotos!
—Sí, pero cuidado con los fotógrafos amateurs —añadió Carlos, sacando su cámara de bolsillo con cuidado—. No queremos que nadie se acerque y arruine mi look de modelo profesional.
—¿Tu look? —pregunté divertida—. ¿Te crees supermodelo o qué?
—Lo soy en mi mundo, Samara. ¡Y muy exigente! —respondió con picardía, posando ligeramente mientras fingía revisar su reflejo en una ventana.
Nos detuvimos en una pequeña plaza donde niños jugaban, y un par de músicos callejeros llenaban el aire con melodías alegres. Ceyla corrió a acercarse a ellos, bailando mientras Carlos grababa la escena y se aseguraba de posar cada tanto para no perder el estilo.
—¡Ven, Samara! —gritó Ceyla—. Tenés que probar cómo se siente esto.
Me acerqué y dejé que me arrastrara un poco, riendo, mientras Carlos hacía piruetas sutiles, esquivando a los niños y mostrando su habitual humor coqueto. Entre risas y poses, la plaza se llenó de energía y diversión.
Durante una pausa para un café en un local pequeño, nos sentamos alrededor de la mesa, compartiendo risas y comentarios sobre los lugares que habíamos visitado.
—No puedo creer que nunca haya explorado tanto la ciudad —dijo Eliana, tomando un sorbo de su capuchino—. Siempre parecía tan grande, y hoy se siente mucho más cercana.
—Sí, y cada esquina tiene algo único que mostrar —añadí yo, mientras revisaba algunas fotos que había tomado—.
—¡Esta ciudad tiene vida propia! —exclamó Ceyla—. Y no importa cuánto tiempo pasemos, siempre hay algo nuevo que descubrir.
—Como este pícara que tenemos aquí —comentó Eliana, señalando a Carlos—. ¿Cuántas miradas habrá robado hoy sin que nos demos cuenta?
—¡Ey! —replicó Carlos con humor—. Solo unas cuantas, y todas inocentes, ¿ok? Además, la cámara estaba a mi favor.
Mientras caminábamos, sentí una tranquilidad que hacía tiempo no experimentaba. La combinación de la energía de Ceyla, la calma de Carlos (cuando no hacía de las suyas) y la organización de Eliana creaba un equilibrio perfecto. No necesitábamos planes complicados; bastaba con dejar que la ciudad nos hablara.
Mientras caminábamos por la plaza, con Ceyla señalando cada rincón y Carlos haciendo alguna broma pícara, por un momento me detuve y todo el bullicio quedó en segundo plano. El ruido de la ciudad, la risa de mis amigas, incluso el canto de los músicos, se mezclaron con un recuerdo que apareció sin aviso: un domingo similar en Londres, con Felipe.
Habíamos decidido explorar la ciudad, tomarnos fotos y compartir un día que parecía perfecto. Pero nada fue como esperaba. Entre risas forzadas y comentarios que ya no tenían calidez, una pequeña discusión se transformó en gritos. Palabras que dolían más que los golpes físicos, silencios llenos de reproches, y esa sensación de que cada sonrisa que él me dedicaba estaba teñida de manipulación.
Recordé cómo terminé caminando sola por las calles mojadas, con la lluvia mezclándose con mis lágrimas, y cómo su abrazo que prometía consuelo se había transformado en control. La memoria me hizo encoger los hombros y suspirar, dejando que un escalofrío recorriera mi espalda.
—Samara… ¿estás bien? —la voz de Eliana me sacó del pensamiento.
Asentí rápidamente, sonriendo para no preocuparlas.
—Sí, solo me perdí en la ciudad por un segundo —mentí suavemente, mientras ajustaba mi cámara y enfocaba un mural que Ceyla había descubierto—. Nada grave.
Pero dentro de mí, el recuerdo permanecía, recordándome lo lejos que estaba de esos días, y lo diferente que era ahora, caminando entre risas auténticas, sin miedo, con personas que realmente compartían su alegría conmigo.
Al final del día, mientras regresábamos lentamente, me detuve en un puente y capturé el reflejo del sol sobre el río. Cada instante vivido merecía ser recordado, y mi cámara lo confirmaba.
—Este fue un buen día —dijo Eliana, sonriente—. Gracias por invitarme.
—Gracias a ustedes por hacerlo divertido —respondí—. La ciudad se siente distinta cuando la compartís con gente como ustedes.
Ceyla sonrió ampliamente, Carlos posó una última vez con su típico guiño travieso, y todos compartimos esa sensación de satisfacción: un domingo perfecto, lleno de risas, descubrimientos y momentos memorables.