Samara
La noche anterior había sido larga.
Me dormí tarde, con la cabeza llena de pensamientos que no lograban ordenarse. No sé en qué momento el cansancio me venció, pero el sueño llegó con esa claridad cruel que solo tienen los recuerdos que duelen.
Estaba de nuevo en Londres.
El aire olía a lluvia, y las luces de la ciudad se reflejaban en los charcos del asfalto. Yo caminaba entre la gente, buscando algo… o a alguien. Entonces lo vi: Felipe, riendo con una chica que no conocía. Tenía esa sonrisa que antes era mía, esa forma de mirar que me hacía sentir que el mundo se detenía.
Me acerqué, confundida.
Él se volvió, sorprendido al verme, pero no dijo nada. Solo tomó la mano de ella y, con esa voz suave que alguna vez me prometió amor eterno, murmuró:
—No hagas escenas, Samara. No quiero que piensen que eres una loca.
Sentí el corazón quebrarse con una precisión tan fina que dolía respirar.
—¿Quién es ella? —pregunté, con la voz temblorosa.
Él sonrió, esa sonrisa fría que nunca había conocido.
—Alguien que no me juzga por ser quien soy. Y alguien que no me haría sentir culpable por buscar algo más.
Intenté responder, pero las palabras no salieron.
Todo a mi alrededor comenzó a desvanecerse: las luces, las voces, incluso él.
Solo quedó su última frase, flotando en la oscuridad:
—No fuiste suficiente, Samara. Nunca lo fuiste.
Desperté con el corazón acelerado y una lágrima que no recordaba haber sentido caer.
Me quedé un rato mirando el techo, tratando de distinguir si era solo un sueño o un recordatorio que mi mente seguía repitiendo porque no quería soltarlo.
A veces pienso que el pasado no desaparece, solo cambia de forma.
Me levanté, hice café y abrí las ventanas.
El aire frío entró con fuerza, despeinandome, pero me hizo sentir viva.
Encendí una vela, puse música suave y me senté en el sofá con una manta sobre los hombros.
El apartamento estaba en silencio, salvo por el murmullo lejano de la calle.
Ceyla había salido temprano, y Carlos tenía una sesión de fotos.
Por primera vez en semanas, estaba completamente sola.
Y aunque una parte de mí lo agradecía, otra sentía el peso de esa soledad colándose en cada rincón.
Miré los espacios vacíos del apartamento, los muebles a medio acomodar, las cajas que aún no había desempacado.
Suspiré.
Quizás era hora de empezar a convertir este lugar en un hogar.
Saqué trapos, limpié, organicé libros. Puse las tazas en su sitio, colgué un par de cuadros.
A cada rincón le devolvía un poco de orden, como si hacerlo fuera también ponerme en orden a mí.
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Cuando el reloj marcó las seis, el teléfono vibró.
“Damián”, decía la pantalla.
Contesté sin pensar.
—¡DAMINO! —dije, sonriendo más de lo que esperaba.
—¡Mara! Pensé que estabas desaparecida —su voz tenía ese tono despreocupado, un poco ronco, pero lleno de energía—. ¿Cómo va la vida canadiense?
—Tranquila… rara, a veces —respondí con una pequeña risa—. Pero empiezo a sentirme mejor.
—Bueno, justo por eso te llamo. Estuve pensándolo… y creo que necesito un cambio de aire. Estoy hecho polvo. Entre streams, trabajo y no dormir, me estoy volviendo loco.
—¿Vas a venir? —pregunté, con una mezcla de sorpresa y alivio.
—Sí, si me aceptás unos días. O semanas. Prometo no hacer ruido —dijo, riendo—. Bueno, tal vez un poco, si armo mi setup.
Reí también, imaginando ya el caos divertido que traería consigo.
—Te voy a preparar un cuarto —dije, mirando el pasillo—. Tengo tres: el mío, uno vacío y otro que puedes usar como sala de stream.
—Perfecto, entonces te robaré ambas —bromeó—. Vos con tus días de trabajo, yo con mis transmisiones eternas. Suena bien.
Nos quedamos hablando un rato más, entre risas y silencios cómodos.
Cuando colgué, sentí una extraña calidez en el pecho.
Miré alrededor del apartamento: tres habitaciones, un pasillo que aún necesitaba decoraciones y un ventanal enorme que dejaba pasar la noche.
Encendí las luces cálidas del salón y me quedé observando el reflejo en los cristales.
Por primera vez en mucho tiempo, no me sentí sola.
Quizás porque alguien venía.
O quizás porque, poco a poco, estaba volviendo a mí misma.
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Una semana había pasado desde que Damián llegó. La casa, que antes se sentía tan callada, ahora parecía tener vida en cada rincón. Entre el olor a café recién hecho, los cables de sus consolas colocadas en la sala y sus bromas sin fin, el departamento volvía a sentirse como un hogar.
A veces me reía sola al escucharlo discutir con su chat o cantar entre transmisiones, como si la energía que desprendía fuera imposible de contener.
Ese sábado amaneció con un sol tibio, y mi teléfono vibró con un mensaje inesperado:
Alessandro: “Empieza a buscar tus botas, que hoy nos perdemos entre árboles.”
Fruncí el ceño, riendo.
No habíamos acordado nada, pero su tono era tan despreocupado que terminé accediendo. Después de todo, hacía mucho que no salía a respirar aire puro.
Damián, mientras preparaba algo para desayunar, me miró con esa sonrisa de primo curioso.
—¿Y a dónde vas tan temprano, Sam? —preguntó, cruzándose de brazos.
—A caminar… bueno, algo así. Alessandro me invitó a una caminata, senderismo o algo por el estilo.
—Ah, sí, senderismo —repitió con burla—. Claro, con el tipo que te mira como si fueras una obra de arte perdida.
Damián conoció a Alessandro tres días después de su llegada; Carlos básicamente lo obligó a salir con él y los chicos por unos tragos.