Alessandro:
Mi día comenzó como cualquier otro, con el café en la mano y revisando correos. Pero hoy algo estaba diferente; había una especie de expectativa que no podía ignorar. La conversación con Samara durante la visita a casa seguía dando vueltas en mi cabeza. No había sido nada romántico, no nos habíamos tocado más allá de lo necesario, pero… algo en su manera de escuchar, su risa ligera y la forma en que sus ojos verdes me miraban me había afectado más de lo que estaba dispuesto a admitir.
—Alessandro, ¿estás bien? —preguntó Vittoria mientras entraba a la cocina, con Bambú correteando entre nosotros.
—Sí… sí, solo recordaba algo —respondí, tratando de sonar despreocupado.
Cuando ella salió, el sonido de una notificación en mi teléfono me sacó del ensimismamiento: “Videollamada de Alessia”.
Sonreí apenas. Era raro que mi hermana menor llamara tan temprano, así que contesté de inmediato. La pantalla se iluminó con su rostro: el cabello despeinado, una taza enorme de café en la mano y el fondo de su apartamento en Roma, lleno de plantas y libros.
—¡Ale! —exclamó con esa alegría inconfundible—. No me digas que ya estás trabajando, ¡son las siete de la mañana!
—Viejos hábitos —dije, riendo—. Algunos no se pierden.
—O estás pensando demasiado otra vez —replicó, arqueando una ceja—. Te conozco, hermano.
Alessia tenía diecinueve años y estudiaba Administración en Roma. Había heredado la sonrisa de mamá y la serenidad de papá, pero con un toque de desenfado que a veces me sacaba de quicio. Siempre veía el lado bueno de todo, incluso de las cosas que yo prefería no mirar.
—¿Papá te llamó ayer? —preguntó, dando un sorbo a su café.
—Sí, hablamos un rato. Dice que está bien, aunque lo noté cansado.
—Siempre dice eso —suspiró ella—. Pero se le nota que sigue cargando con todo… incluso después de tantos años.
Guardé silencio unos segundos. No necesitábamos explicar a qué se refería. Mamá todavía era una herida abierta en la familia, solo que aprendimos a vivir con ella.
—A veces pienso que no le dimos tiempo para llorar —dije, bajando la voz—. Se preocupó tanto por mantenernos en pie que se olvidó de sí mismo.
—Exactamente —respondió ella, con ternura—. Pero, ¿sabes algo? Cuando estuve en casa hace unos meses, lo vi sonreír mientras arreglaba las plantas del jardín. Fue diferente, Ale. No esa sonrisa que usa para tranquilizarnos, sino una de verdad. Creo que, poco a poco, está aprendiendo a vivir con el recuerdo, no solo con la pérdida.
Me quedé mirándola unos segundos en la pantalla, admirando esa madurez que le había llegado antes de tiempo.
—Sos igual que él, ¿sabías? —dije al fin.
Ella se echó a reír.
—¿Te refieres a testaruda o a trabajadora?
—A ambas —respondí, y los dos reímos.
Después de un momento, su voz se suavizó.
—Mamá estaría orgullosa de ti, Ale. De lo que haces, de cómo cuidas de Vitto, de cómo sigues adelante incluso cuando crees que no puedes.
Tragué saliva. No era fácil escuchar eso.
—Intento hacerlo lo mejor que puedo —admití—. No siempre sale bien.
—Eso es ser hermano. Eso es ser humano —dijo ella, sonriendo de lado—. Te quiero, ¿sí?
—Yo también, piccola sorella —respondí, usando el apodo que le decía desde niña.
Antes de cortar, Alessia alzó la taza y bromeó:
—Y por favor, prometé que hoy harás algo que no tenga que ver con trabajo. Tal vez ver a alguien que te haga sonreír un poco más.
—¿A alguien como quién? —pregunté, disimulando.
—No sé… —dijo con una sonrisa pícara—. Tal vez esa chica de la que Vittoria me habló. Samara, ¿no?
Rodé los ojos, riendo.
—Adiós, Alessia.
—Ciao, fratellone. Cuídate.
La llamada terminó y el silencio volvió, aunque uno distinto. Más cálido, menos vacío. Me quedé un rato mirando la pantalla apagada del teléfono, con una sensación mezcla de nostalgia y calma.
Fue entonces que la memoria me llevó de nuevo a aquel sendero del bosque, a la caminata con Samara.
Recuerdo que ella llevaba su mochila ligera, su cabello castaño cayendo en ondas suaves sobre sus hombros, y cómo se detuvo varias veces a observar los árboles o a escuchar los pájaros. A cada paso parecía maravillarse del entorno, y aunque a veces se quejaba del calor o del cansancio, lo hacía con una risa que me resultaba imposible de ignorar.
—Creo que ese árbol es más viejo que yo —dijo en un momento, tocando suavemente su corteza, y luego añadió—: Me hace pensar en todo lo que uno cree conocer y luego descubre que apenas empieza a entender.
Me sorprendió lo profunda que podía ser, incluso en medio de algo tan simple como una caminata. En otra ocasión, tropecé con una raíz y casi pierdo el equilibrio. Su reacción fue inmediata: me sostuvo del brazo, bueno lo intentó y rió suavemente.
—¡Vaya, casi caes! —dijo, con esa mezcla de preocupación y diversión—. ¿Siempre eres tan torpe?
—No siempre… —respondí, jugando—. Solo cuando estoy contigo.
Se sonrojó levemente, apartando la mirada hacia el camino, y algo en ese gesto me hizo sonreír sin darme cuenta. No había intención romántica, ni siquiera un coqueteo consciente, pero había una conexión que parecía flotar entre nosotros.
Al recordar también los silencios, sentí cómo su presencia se volvía más importante para mí. Caminábamos juntos sin necesidad de llenar cada espacio con palabras, y aun así, había comodidad. A veces, solo miraba sus manos mientras ajustaba la mochila o cómo se enredaba un mechón de cabello detrás de la oreja. Pequeños gestos que, en mi cabeza, adquirían un peso mayor del que deberían.
Nunca había sido fácil para mí abrirme. Desde la muerte de mi madre, aprendí a ser fuerte, a no mostrar debilidad. Pero frente a Samara, la fortaleza parecía desvanecerse un poco. Era extraño admitirlo, pero no podía negarlo: me importaba. Y mucho.
Mientras removía lentamente el café, recordé cómo había ayudado a Samara a cruzar un pequeño arroyo sobre unas piedras resbaladizas. Su risa, su torpeza al intentar mantener el equilibrio y su agradecimiento sincero me habían hecho sentir… vulnerable, de una manera que no sentía con nadie más.