El susurro de la Lluvia

CAPÍTULO XIV

El sol de la mañana se filtraba por las cortinas floreadas del comedor, tiñendo de dorado la mesa donde ya se acumulaban tazas de café, cuadernos y una canasta llena de pan casero.
En la casa de los Baker, los domingos eran sinónimo de caos organizado: risas desde temprano, música sonando en la cocina y el aroma a lavanda que siempre acompañaba a Lilian, la madre de Samara.

—¡Mikael, baja de una vez o se enfría el desayuno! —gritó Sebastián desde la mesa, revisando unos papeles que claramente no eran del trabajo.

—¡Voy! —respondió una voz desde el segundo piso, seguida por el sonido de una guitarra.

Samara sonrió. Su hermano nunca podía resistirse a tocar al menos un acorde antes de aparecer. Era casi un ritual.

—Papá, ¿otra vez revisando fórmulas? —preguntó ella, sirviéndose jugo de naranja.

—Solo un par de notas sobre una nueva combinación —respondió Sebastián, sonriendo detrás de sus lentes—. Pero prometo que no trabajo los domingos… del todo.

Lilian entró en ese momento con una cesta llena de flores frescas del jardín. Su delantal estaba salpicado de tierra y su cabello, ligeramente desordenado, desprendía ese aroma a eucalipto que llenaba toda la casa.

—Nada de trabajo, Sebastián —dijo con una sonrisa cómplice—. Hoy es día de familia.

Mikael bajó las escaleras en ese momento, guitarra en mano, tarareando una melodía.
—Buenos días, mi gente hermosa —dijo con una teatral reverencia antes de robar un panecillo del plato.

—¡Oye! —reclamó Saray, entrando con sus hijos, Nikolas y Sebastián Jr., que corrían directo hacia Samara—. Déjale algo al resto.

Los niños se lanzaron a los brazos de su tía, riendo a carcajadas.
—¡Tía Sam! ¡Tía Sam! ¡Mira lo que dibujamos! —gritó Nikolas, mostrándole una hoja llena de colores.

—¿Un dragón? —preguntó ella con asombro.

—¡No! ¡Es una serpiente voladora! —corrigió Sebastián Jr., con total seriedad.

—Claramente un clásico en progreso —bromeó Mikael, dejando su guitarra sobre la mesa—. Yo podría ponerle música a esa historia.

—Y yo podría escribirla —intervino Saray, con una sonrisa—. Sería un buen cuento para mi próxima colección.

Samara rió, mirando a su hermana con admiración.
—A veces creo que tienes un universo entero en tu cabeza.

—Lo tengo —respondió Saray, con un guiño—. Y todos ustedes viven ahí.

La conversación se mezclaba con los sonidos del desayuno: cucharas chocando contra tazas, risas infantiles y los acordes que Mikael no dejaba de tocar.
Lilian servía más jugo mientras Sebastián, su esposo, intentaba organizar un paseo improvisado.

—Podríamos ir al campo esta tarde —propuso él—. Hace buen clima y Nikolas quiere volar su cometa nueva.

—¡Sí! —gritaron los niños al unísono, saltando sobre las sillas.

—Entonces está decidido —dijo Lilian—. Preparo una cesta con comida y algo de limonada.

Samara observó la escena en silencio por un momento, intentando grabar cada detalle: las flores frescas sobre la mesa, el sonido de las risas, la voz suave de su madre, el brillo travieso en los ojos de su hermano.
Eran los pequeños instantes los que hacían de esa casa un refugio.

Más tarde, ya en el campo, el viento jugaba con los cabellos de todos. Mikael afinaba su guitarra bajo un árbol mientras Saray leía en voz alta una historia inventada por Nikolas.
Lilian recogía flores silvestres y Sebastián preparaba bocadillos con precisión quirúrgica.

Samara, tendida sobre la hierba, cerró los ojos y escuchó la risa de su familia mezclada con la melodía de Mikael.
Era un sonido puro, limpio, que parecía venir de un tiempo sin preocupaciones.

—¿Sabes qué pienso? —dijo Mikael, recostándose junto a ella—. Que la vida no necesita grandes cosas para ser bonita. Solo momentos como este.

Samara sonrió.
—Y buena música de fondo.

—Eso nunca falta —respondió él, tocando un acorde suave que se perdió entre el canto de los pájaros.

El atardecer tiñó el cielo de tonos anaranjados y violetas.
Saray guardó los libros, Lilian colocó las flores dentro de una cesta y Sebastián llamó a todos para la foto familiar.

—¡Vamos, que el sol se va! —dijo, sosteniendo la cámara.

Se acercaron todos, riendo y empujándose entre sí para entrar en el cuadro.
La foto capturó más que una imagen: guardó un instante eterno, uno de esos que después viven en la memoria como un hogar al que siempre se puede volver.

Y mientras el sol caía sobre los Baker, Samara pensó —sin saber por qué— que quizá algún día, cuando la vida se volviera confusa, recordaría ese día como el punto donde todo todavía tenía sentido.

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El sol se filtraba entre las cortinas de lino blanco de la casa familiar, iluminando las motas de polvo que bailaban en el aire al ritmo de una canción italiana vieja que sonaba desde la cocina.
Era domingo en casa de los Moretti: el día sagrado del desorden, el café fuerte y las discusiones que siempre terminaban en risas.

¡Alessia! —gritó Alexander desde la cocina—. ¿Por qué hay piedras de colores en el congelador? ¡Parece una joyería nórdica!

—¡No son piedras, papá! —respondió Alessia desde el pasillo—. Son cristalli di purificazione (cristales de purificación). ¡Están absorbiendo la energía negativa del hielo!

—La única energía que veo es la de mi refrigerador a punto de rendirse —replicó él, negando con la cabeza mientras cerraba la puerta del congelador con cuidado.

Leonor apareció justo en ese momento, con el cabello suelto y un vestido largo lleno de flores que parecía recién salido de un mercadillo de verano en la Toscana.
Amore, non essere così serio (Amor, no seas tan serio) —dijo con una sonrisa traviesa, apoyándose en el marco de la puerta—. Deja que la casa respire buena vibra.




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