El susurro de la Lluvia

CAPÍTULO XV

Alessandro

El cielo sobre Montreal estaba oscuro, con nubes bajas que reflejaban mi propio estado de ánimo. La lluvia golpeaba los ventanales del edificio D’Angelo, y yo caminaba hacia el ascensor como si cada paso aumentara la culpa en mi pecho.

El pasillo olía a café y a madera pulida. Las luces de emergencia parpadeaban cada cierto segundo, dándole al ambiente una sensación de espera, como si el edificio entero supiera que algo importante iba a romperse esa noche.

Mi teléfono vibró.
—Estoy en mi oficina —dijo Luka, directo—. Ven, necesitamos hablar.

Su tono no dejaba lugar a excusas. Sabía que no sería una charla amable.

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Cuando llegué, lo encontré frente al ventanal del piso 22, observando la ciudad mojada bajo la tormenta. Una copa de vino en la mano y esa mirada que lo hacía ver todo, incluso lo que yo no quería admitir. Las luces de Montreal se reflejaban en sus pupilas, haciéndolo parecer parte del paisaje urbano, frío y analítico, como siempre.

—Pensé que estarías durmiendo —dije, intentando sonar casual.

—Y yo pensé que dejarías de jugar con fuego, fratello mio (hermano mío) —contestó, girándose para mirarme—. Samara.

El nombre flotó entre nosotros, pesado, como un cristal a punto de romperse.

—No la estoy usando —intenté defenderme.

—No mientas. —Se cruzó de brazos, implacable—. Cada vez que hablas de ella, tu voz cambia, Ale.

Me llevé una mano al cabello, despeinándolo en frustración. El reflejo en el ventanal mostraba a un hombre que no reconocía: cansado, con ojeras y un brillo culpable en los ojos.

—Entonces dime qué quieres oír —murmuré, acercándome al vidrio empañado—. ¿Que soy un idiota por enamorarme de la mujer equivocada?

—Quiero que seas honesto —dijo él, acercándose un paso más—. ¿Es venganza?

Me tensé. No era la primera vez que Luka veía a través de mí, pero esta vez no había escapatoria.

—No planeé enamorarme de ella… —admití, con voz baja—. Sucedió.

Luka soltó una risa corta, sin humor.
—Ahí lo tienes. Y cuando supiste quién era, pensaste que era una manera de equilibrar la balanza por Felipe.

—No puedo negarlo —dije, bajando la cabeza—. Pero no quiero que piense que la estoy manipulando.

—Manipolando? (¿Manipulando?) —arqueó una ceja—. Alessandro, non è un gioco (no es un juego). Ella es humana. Y tú también, aunque a veces lo olvides.

Me quedé en silencio, escuchando cómo la lluvia azotaba el vidrio.

—Estoy atrapado entre culpa y deseo —susurré—. Siento que lo que hago por ella es incorrecto y, al mismo tiempo, lo único que me mantiene vivo.

—Escucha, amico —dijo Luka, poniendo una mano firme sobre mi hombro—. El dolor que llevas no te da derecho a usar a nadie. No es justicia, es castigo. Y te estás castigando a ti mismo.

—Pero… ella me hace sentir cosas que nunca sentí —mi voz se quebró—. La miro y es como si pudiera borrar toda la oscuridad que llevo dentro.

Luka bajó la mirada, exhalando lento.
—Eso se llama amor, Alessandro —dijo con firmeza—. No es venganza si es real. Pero tienes que ser consciente: el amor y el resentimiento no pueden caminar juntos sin romper algo en el camino.

—Lo sé… —susurré—. Y aun así, non posso fermarmi (no puedo detenerme).

Luka dio un paso más, mirándome directamente.
—Decide entonces —dijo—. ¿Vas a protegerla o a usarla?

—No la usaré —contesté con fuerza—. Pero a veces siento que ya es tarde para no culparme.

—Nunca es tarde para ser honesto —afirmó—. Incluso contigo mismo.

El viento golpeaba las ventanas, y los relámpagos iluminaban la habitación como flashes de mi conciencia. Luka rompió el silencio:
—¿Sabes qué me preocupa de todo esto? Que te he visto actuar desde el dolor antes… y no siempre termina bien.

—Lo sé, Luka —dije, tragando saliva—. Por eso vine. Necesitaba escucharlo de alguien que no me deje mentir.

Luka se sirvió otra copa de vino, la giró entre los dedos y habló sin mirarme:
—Cuando mi padre me enseñó a negociar, me dijo que el poder no se demuestra controlando a otros, sino a uno mismo. Tú nunca lo entendiste del todo. Pero deberías hacerlo ahora.

—¿Y qué pasa si no puedo controlarlo? —pregunté con amargura.

—Entonces haz arte con ello —replicó, mirándome finalmente—. Canalízalo, como hacías de niño cuando tu madre te encerraba con los libros de música.

Un destello cruzó mi mente: las manos de mamá guiando las mías sobre el piano, su risa suave, su voz diciendo: “Ilan, la música sana lo que el alma no puede explicar.”

Luka me observó con atención.
—Lo ves, aún tienes eso. Solo olvidaste cómo usarlo.

—A veces creo que todo lo que toco termina destruido —admití.

—No. Todo lo que tocas se transforma. Y hay diferencia.

Su voz era tranquila, firme. Casi paternal.

—Entonces… ¿qué hago? —pregunté, débil pero sincero.

—Aprende a amar sin culpa. Punto. —Se cruzó de brazos—. Y si eso significa enfrentar tu pasado, hazlo. Pero no la arrastres a tu tormenta.

Me quedé en silencio, observando cómo la lluvia barría la ciudad abajo. Las luces parecían correr como lágrimas por los cristales.

—Gracias —dije finalmente—. No por juzgar, sino por decirme lo que necesitaba escuchar.

—Sempre, Alessandro. —Respondió Luka, girándose hacia el ventanal de nuevo, dejando que el silencio dijera lo que las palabras no podían—. Ahora ve. Hazlo bien.

Salí del edificio y sentí cómo la lluvia fría golpeaba mi rostro. Cada gota parecía purificar un poco de la culpa que llevaba encima. Caminé por las calles vacías de Montreal, con el sonido distante de los autos y el reflejo de los faroles dibujando líneas doradas sobre el pavimento mojado.

Saqué mi teléfono y abrí la agenda. Mis dedos escribieron casi solos:
“Reservar estudio de pintura – mañana, 3 p.m.”




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