El color del primer beso
Samara
Alessandro pasó por mí en su carro justo cuando el sol comenzaba a caer, tiñendo el cielo de tonos dorados y naranjas. Desde el primer momento, el ambiente se llenó de risas. Tenía esa facilidad para convertir cualquier silencio en algo cómodo, y cualquier duda en una broma que lo aligeraba todo.
—Te advierto —dijo, mirándome con una sonrisa mientras arrancaba—, hoy vas a ensuciarte.
—¿Ah sí? ¿Y cómo planeas hacerlo? —pregunté, arqueando una ceja.
—Digamos que será… una clase práctica —respondió con ese tono entre misterio y juego que siempre me descolocaba.
Durante el camino hablamos de todo: del tráfico, de las tonterías de Ceyla, de cómo Vittoria se había quedado sin batería justo cuando intentaba pedir pizza. Pero entre risas, él comenzó a abrirse de una manera distinta.
—¿Sabes? —dijo, apoyando un brazo en la ventanilla—. Cuando era más chico me escapaba de las clases para tocar el piano. Mi papá decía que eso no servía para nada, pero mi mamá… ella me decía que cada nota era una forma de respirar distinto.
—¿Tocas el piano? —pregunté, sorprendida.
—Desde los ocho años. Aunque nadie lo sabe. Ni siquiera Vittoria. —Me miró con una sonrisa leve, como si compartir eso lo hiciera vulnerable—. Es mi forma de no pensar, de apagar el ruido del mundo.
Por un instante no supe qué decir. Sentí que me estaba dejando ver algo de verdad. Algo que no mostraba a cualquiera.
—Deberías dejarme escucharte algún día —dije suavemente.
—Solo si tú pintas otra vez —contestó, desviando la mirada con una sonrisa traviesa.
Mi pecho se apretó. Pintar. Esa palabra seguía teniendo peso.
Llegamos al estudio. Era un lugar amplio, con paredes de ladrillo y olor a óleo. Los rayos del atardecer se colaban por las ventanas y hacían que los colores dormidos en los frascos parecieran arder.
Alessandro se acercó al caballete y lo acomodó frente a mí.
—Vamos, Samara, este es tu terreno.
—No… no puedo —dije, dando un paso atrás.
—¿Por qué no? —preguntó, mirándome con suavidad.
—Porque cada vez que lo intento siento que me paralizo. Como si nada fuera suficiente, como si algo dentro de mí se negara a salir.
—Entonces pintemos sin pensar. —Mojó un pincel en pintura azul y se dibujó una línea en la mejilla.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté entre una risa nerviosa.
—Cambiando las reglas. Si el lienzo te da miedo, usa otro. —Sonrió—. Úsame a mí.
Reí, sorprendida.
—Eso suena a una pésima idea.
—Ah, pero las peores ideas son las que más recordamos —dijo, inclinando la cabeza.
Antes de que pudiera detenerlo, tomó un poco de pintura roja y me marcó una pequeña línea en la nariz.
—¡Alessandro! —grité, retrocediendo.
—No te preocupes, bella pittrice (hermosa pintora), el arte duele un poquito —bromeó.
Tomé venganza. Hundí mis dedos en amarillo y se lo pasé por el cuello. La risa estalló entre los dos, ligera, limpia. En cuestión de segundos la guerra había comenzado: manchas en el cabello, pinceladas en los brazos, colores en la piel.
—¡Mira lo que hiciste! —dije, intentando limpiar su mejilla.
—Arte moderno —respondió con orgullo.
—Pareces un payaso.
—Un payaso que te hizo reír —replicó con una sonrisa que me derritió un poco más de lo que quería admitir.
En un impulso, me apoyé contra la mesa de pintura y lo miré. Estaba cubierto de color, pero también había algo más en él: serenidad.
—¿Sabes? —dijo de pronto, bajando la voz—. Mi único nombre no es Alessandro.
—¿No? —pregunté, sorprendida.
—No. Es Ilan. Era el nombre que mi mamá me puso antes de que mi padre lo cambiara. En hebreo significa “árbol”. Ella decía que quería que creciera fuerte, pero libre.
El silencio que siguió fue suave. Lo observé, con la pintura resbalando por sus dedos y esa vulnerabilidad que pocas veces mostraba.
—Ilan… —repetí en voz baja, probando el sonido.
—¿Suena raro, no?
—No. Suena… vivo. Como si tuviera raíces.
Él sonrió, esa sonrisa que era mitad gratitud, mitad timidez. Y entonces, sin aviso, tomó mis manos y las guió hacia su pecho.
—Entonces, Samara, pinta. No con miedo, sino con lo que llevas aquí. —Puso mi mano sobre su corazón—. Si el arte te duele, que duela conmigo.
Su voz fue un susurro, y de alguna forma, derrumbó todas mis barreras.
Dejé que mis dedos, aún manchados, recorrieran su piel. Dibujé una línea que bajó por su cuello y otra sobre su brazo. Él cerró los ojos, sonriendo. Era como si en cada trazo me diera permiso de existir sin miedo.
—¿Ves? —dijo él, con voz baja—. Ya estás pintando otra vez.
Las lágrimas me ardieron en los ojos, pero no eran de tristeza. Era un alivio. Risa. Vida.
—Gracias, Ilan —susurré.
—Por favor, Alessandro para los negocios —bromeó con una risa suave—. Ilan, solo para ti.
Antes de que pudiera responder, me acercó con suavidad, manchando mis mejillas con sus manos pintadas. Nuestros ojos se encontraron, y el mundo se detuvo.
El beso fue torpe al inicio, salpicado de color, pero real. Lleno de vida, de juego, de verdad. Tenía sabor a pintura y a esperanza. Cuando se apartó apenas unos centímetros, seguíamos riendo, respirando el mismo aire.
—No puedo creer que estemos así —dije, mirándolo con las mejillas encendidas.
—Yo sí —respondió, con esa calma que me desarmaba—. Porque así empieza todo lo que vale la pena: manchado, imperfecto y lleno de color.
Y por primera vez en mucho tiempo, no sentí miedo.
Solo libertad.
Vittoria
Me dirigía a buscar a Eliana, convencida de que estaría con Samara. Pero al tocar la puerta, fue Damián quien abrió. Tenía el cabello alborotado, la voz ronca y los ojos medio cerrados, como si el sueño lo estuviera arrastrando todavía.