Samara:
La noche caía como un velo espeso sobre la ciudad.
Las luces de los autos pasaban como destellos breves, y el aire aún olía a pintura, a óleo y a algo que no sabía si era alegría o vértigo.
Samara caminaba sin rumbo fijo, los pasos torpes, el corazón desbocado. Sentía las manos todavía manchadas, las huellas del color seco sobre su piel. Y cada trazo —cada recuerdo del estudio— la golpeaba con una mezcla imposible de euforia y culpa.
El beso.
El calor de sus manos.
El modo en que Alessandro, o Ilan —porque ese nombre seguía resonando como una promesa en su mente— la había mirado justo antes de tocarla.
Pero también estaba el miedo. Ese miedo que le nacía en la garganta, que la hacía sentir como si el aire pesara. Porque no era solo un beso. Era una puerta que no estaba segura de querer abrir.
Se detuvo en una esquina.
El ruido del tráfico la sobresaltó. Las luces de un semáforo parpadeaban y la ciudad parecía girar demasiado rápido. Cerró los ojos, intentando ordenar la respiración, pero los pensamientos se atropellaban unos con otros.
El corazón latía tan fuerte que le zumbaban los oídos.
—No —murmuró, llevándose una mano al pecho—. No otra vez…
El temblor la tomó por sorpresa. Las manos le fallaban, los pulmones se cerraban, y el entorno se volvió una masa difusa de voces, luces y movimiento.
Todo lo que podía hacer era intentar no colapsar en medio de la acera.
Y entonces, entre la confusión, escuchó su nombre.
—¿Samara? —La voz era grave, firme, pero tranquila—. ¿Estás bien?
Giró apenas el rostro y vio a Luka.
Su silueta emergía entre el gentío, vestido con un traje formal, los auriculares colgando del cuello y un vaso de café en la mano.
Parecía haber salido de una reunión o de una de esas largas jornadas en la oficina familiar, pero al verla, dejó todo a un lado.
—Hey, hey… —dijo acercándose sin invadir su espacio—. Respira, ¿sí? Estoy aquí.
Ella intentó responder, pero solo logró un sollozo quebrado.
Luka dejó el café en una baranda cercana, le ofreció su saco y le habló con esa voz baja y segura que siempre usaba cuando algo se desbordaba.
—Mírame —pidió, inclinándose un poco para que sus ojos se encontraran—. Inhala conmigo. Uno… dos… tres.
Exhala.
Así. Despacio.
Samara obedeció. No sabía por qué, pero su voz tenía un efecto inmediato, como si anclara su mente en algo tangible.
Luka se quedó con ella varios minutos, guiando cada respiración, hasta que el temblor cedió un poco.
Cuando pudo hablar, la voz de Samara sonó apenas como un hilo.
—Lo siento… no sé qué me pasó.
—No tienes que disculparte por sentir —respondió él sin dudar—. Solo estás saturada.
Ella asintió, pero no levantó la mirada.
El silencio los envolvió por un momento, roto solo por el ruido distante de la ciudad. Luka recogió el café, lo dejó a un lado, y sacó las llaves del auto.
—Ven. Te llevo a casa.
—No quiero molestar —dijo ella en un susurro.
—No estás molestando —respondió él—. Confía en mí.
La caminata hasta el auto fue breve. Luka no habló mucho; solo se aseguró de que ella respirara con calma.
El vehículo olía a menta y cuero, con algunos papeles doblados sobre el asiento del copiloto: notas de redacción, horarios de grabaciones, y una libreta con el logo de Moretti Communications, la empresa familiar.
Mientras avanzaban entre avenidas silenciosas, Samara se fue relajando poco a poco.
Aún tenía los dedos manchados de pintura seca, y al mirarlos sintió un vacío extraño en el pecho.
—¿Dónde estabas? —preguntó Luka finalmente, con tono suave.
—Pintando… —respondió, sin mirar por completo—. O al menos intentándolo.
—¿Y eso te hizo sentir así?
—No. O… sí. No lo sé. Fue como si todo se mezclara.
Él no insistió. Solo asintió con la cabeza, dándole espacio.
Samara lo observó de reojo: su perfil serio, la mandíbula firme, esa expresión serena que no juzgaba ni presionaba. Recordó que Alessandro solía decir que Luka era el más sensato del grupo, el que siempre sabía cuándo hablar y cuándo solo estar.
—No sabía que aún estabas por aquí —dijo ella, intentando distraerse.
—Tuve que pasar por un cierre en la oficina. —Sonrió con cansancio—. Telecomunicaciones y periodismo: una combinación que nunca duerme.
—Pensé que trabajabas en psicología.
—Lo estudié, sí. Pero terminé en el negocio familiar. Digamos que me cansé de analizar cabezas y preferí cables y cámaras. —Su tono fue ligero, casi humorístico—. Aunque, para ser sincero, a veces no hay mucha diferencia.
Ella soltó una risa breve, suave.
El humor le devolvió algo de oxígeno.
—¿Y tú? —preguntó él, girando apenas la cabeza hacia ella—. ¿Qué fue eso de “intentando pintar”?
Samara se quedó en silencio.
Miró por la ventana, viendo las luces borrosas de la ciudad.
—Hace mucho que no podía hacerlo. Hoy… pensé que sí. Pero cuando me di cuenta, estaba en medio de una guerra de colores y emociones. Y luego… —Tragó saliva—. Luego me asusté. Mucho.
Luka no habló enseguida. Esperó.
Esa pausa era algo que había aprendido en su carrera, pero que mantenía incluso fuera de ella: el poder de no llenar los espacios con palabras inútiles.
—¿Te asustó la pintura? —preguntó con calma.
—No. Me asustó sentir algo.
—¿Por Alessandro? —Su tono fue neutral, sin reproches.
Samara dudó un segundo antes de asentir.
—No quiero… lastimarlo. Ni que él me rompa. Ni que algo cambie. —Sus ojos se humedecieron de nuevo—. Cuando estoy con él todo se siente tan vivo, tan fácil… que me da miedo. Porque ya sentí eso antes. Y la última vez, no terminó bien.
Luka entendió sin que ella dijera más.
Sabía de quién hablaba. Sabía lo que había perdido.
—Samara —dijo finalmente, con una voz que sonaba más humana que racional—, a veces el miedo solo es una señal de que algo importa de verdad. No siempre viene a detenerte. A veces solo está probando si estás lista para quedarte.