Alessandro:
Habían pasado tres días desde aquella noche en el estudio. Tres días desde que mis manos tocaron las suyas y, por un instante, el color se volvió una forma distinta de respirar. Desde entonces, no la había visto, pero todo en mí parecía orbitar alrededor de su nombre: Samara. Cada sonido, cada olor, cada sombra se convertía en un recordatorio de ella. Me había vuelto un prisionero de mis propios sentimientos, y la libertad parecía un lujo que no podía permitirme.
Intenté sumergirme en el trabajo, creyendo que los informes sobre la expansión hotelera de la empresa de mi padre en Toscana podrían distraerme. Me refugié en llamadas interminables con clientes que hablaban de mármol italiano y suites con vista al mar, en reuniones virtuales donde los planos de construcción parecían dibujar líneas que de alguna manera me recordaban sus trazos torpes. Incluso la computadora, con sus gráficos azules y verdes, parecía burlarse de mí; cada diagrama era una nota muda que me recordaba su risa flotando en el aire, esa risa que no dejaba de perseguirme desde aquella noche.
Luka lo notó, por supuesto. Siempre lo hace.
—Stai pensando a lei, vero? —dijo, sin levantar la vista de los papeles. (Estás pensando en ella, ¿verdad?)
—Non lo so —respondí, aunque ambos sabíamos la verdad. (No lo sé.)
Él suspiró, arrugando la frente, y su mirada era una mezcla de complicidad y paciencia.
—Alessandro… tus ojos no mienten —musitó, golpeando la mesa con los dedos—. Y tu mente tampoco.
Levanté los hombros, fingiendo indiferencia, mientras mi corazón se negaba a callarse. Cada momento libre, cada silencio en la oficina, era un recordatorio de ella: de su sonrisa tímida, de sus ojos brillando con curiosidad, de la forma en que sus manos rozaban los pinceles cuando pintaba.
Vittoria había regresado de Roma y llenaba los pasillos con su voz alegre, cada paso suyo resonando como campanitas sobre el piso de madera. Su energía parecía iluminar la casa entera, y yo me encontraba deseando poder desaparecer entre los muebles y plantas, solo para no estar tan consciente de mi propio desvelo. Leandro, en cambio, pasaba más tiempo encerrado en su habitación, con esa actitud distante que últimamente parecía un muro infranqueable. Su silencio era pesado, y cada vez que Samara aparecía en la casa, podía sentir la incomodidad entre ellos.
Aquel día, alrededor de las siete de la tarde, Samara y Eliana llegaron a la casa. Vittoria ya estaba en la sala, con carpetas y muestras en mano, lista para discutir la campaña. Samara apareció con un abrigo beige, ligeramente despeinado, con la mirada que siempre parecía un misterio, un desafío y una súplica al mismo tiempo.
—Ciao! —exclamé, intentando sonar despreocupado. (¡Hola!)
—Hola, Alessandro —dijo ella, sonriendo tímidamente.
—Pase, por favor —añadí, señalando la sala.
Vittoria se encargó de guiarlas entre ideas,telas y más, explicando detalles de la campaña con naturalidad. Samara me ofreció una sonrisa tímida cuando nuestros ojos se cruzaron. Mi corazón dio un salto; por un momento, parecía que la casa, con todos sus muebles y paredes, había desaparecido, dejándonos solo a nosotros dos.
No pude evitar mirar el piano negro en la esquina. Su superficie reflejaba la luz de las lámparas y el brillo del fuego en la chimenea. Un impulso incontrolable me recorrió: quería tocarlo, dejar que la música expresara lo que mis palabras no podían.
—Tú… ¿tocas? —preguntó Samara, acercándose curiosa.
—Da sempre —respondí, dejando que mis dedos se posaran sobre las teclas. (Desde siempre.)
—¿Quieres que te muestre algo?
Ella dudó un instante, luego asintió. Me senté frente al piano y levanté la tapa, viendo cómo su reflejo se mezclaba con el de las teclas. No pude evitar pensar en cómo sus ojos parecían guardar toda la luz de la casa, y por un momento sentí miedo de perderme en ellos.
Entonces, Leandro apareció desde el pasillo, cruzando la sala con su habitual ceño fruncido.
—Hola —dijo, neutro.
—Hola —respondió ella, educada.
La tensión se podía cortar con un cuchillo. Podía sentir el hilo invisible entre ellos: historia, orgullo, emociones no dichas. Intenté ignorarlo y volví a tocar una melodía suave, ligera, como un suspiro musical que flotaba en el aire.
Samara se acercó y sus dedos se posaron junto a los míos sobre las teclas. El calor de su brazo rozando el mío me recorrió como electricidad. Cada nota parecía dibujar su silueta en la sala, como si la música pudiera atraerla hacia mí.
—Es como si hablara —susurró.
—Lo hace —dije, sin mirarla directamente—. Solo necesita que alguien lo escuche.
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Alrededor de las nueve de la noche, Samara y Eliana se despidieron y se fueron. La casa quedó en silencio, pero mi corazón ansioso no podía quedarse quieto. La distancia me resultaba insoportable. Sin pensarlo, me dirigí hacia su departamento.
El camino fue un torbellino de nervios y anticipación. La ciudad estaba tranquila, iluminada por luces cálidas que reflejaban sombras alargadas en las calles desiertas. Cada paso me acercaba a ella y aceleraba mi respiración; cada farola que pasaba parecía iluminar mi deseo y mis pensamientos desbordados.
Al llegar, toqué suavemente la puerta y ella me abrió, sorprendida pero sonriente. Antes de que pudiera decir palabra, me lancé hacia ella y nuestros labios se encontraron en un beso intenso, lleno de necesidad y promesas silenciosas. El mundo se redujo a ese instante.
Pero entonces, Damian apareció abruptamente en el pasillo del edificio, levantando los brazos como árbitro de un partido inexistente:
—¡Ey, ey! ¿Qué hacen ustedes? —gritó, con la voz entre sorprendida y burlona—. ¡Si esto fuera un espectáculo, les daría un diez de rating!
Nos separamos de inmediato, riendo nerviosos y algo avergonzados. Samara cubrió su rostro con las manos, conteniendo la risa, mientras yo sacudía la cabeza, divertido y exasperado.
—Damian… —susurré, aún riendo—. Siempre tienes que aparecer en el peor momento.
—El peor momento? —preguntó él, cruzando los brazos, fingiendo enfado—.¡Están en la sala!
—Solo queríamos un poco de privacidad —dijo Samara entre risas—.
—¡Privacidad! —gritó Damian, exagerando un gesto dramático y dando un paso atrás—. ¡Ah, la clásica excusa de los enamorados! —y desapareció rápidamente, murmurando algo sobre novelas románticas mal enseñadas.