El susurro de la Lluvia

CAPÍTULO XIX

"Oh, take me back to the night we met."
"Oh,
take me back to the night we met."

La frase retumbaba en mi cabeza, un eco que se repetía una y otra vez mientras la oscuridad del sueño me envolvía. Todo estaba distorsionado: los sonidos, los colores, la luz de la habitación mezclada con sombras que se estiraban y se encogían. Y entonces, apareció él.

Felipe. Su sonrisa, esa calidez que siempre me hacía sentir segura, estaba allí, pero algo estaba roto. Su voz llegaba a mis oídos desde muy lejos, como si flotara sobre un vacío interminable.

"La muerte no discrimina entre santos ni pecadores", oí a mi padre decir una vez. Nunca entendí realmente esas palabras… hasta ahora. Nunca comprendí que la muerte podía atravesarte, arrancarte algo que jamás podrías recuperar. Que sucediera con alguien que amas, duele. Duele hasta que sientes que cada parte de tu cuerpo ha sido arrancada, que tu corazón late en vacío y tu mente se rompe en pedazos.

En mi sueño, la llamada que cambió todo se repetía una y otra vez. Escuchaba los gritos de su madre, el llanto silencioso de su padre, la furia de su hermana.

—¡Nooo! —grité en el sueño, mientras trataba de alcanzarlo—. ¡No es mi culpa!

Pero el mundo del sueño era cruel. Felipe desaparecía entre sombras, y yo caía en un vacío donde los latidos de mi corazón eran lo único real. La tierra húmeda, el olor del hospital, la sensación de que el aire estaba pesado con dolor y desesperación… todo golpeaba como martillos invisibles sobre mi pecho.

—¡Tú…! —gritó su hermana en mi memoria—. ¡Tú lo mataste!
—¡Mi culpa! —me repetía en mi cabeza—. Sí, todo es mi culpa.

Mis manos temblaban, mis rodillas se doblaban, pero no había forma de tocarlo, de arreglarlo. Cada recuerdo lo mantenía vivo y a la vez lo arrancaba de mí. Vi a su madre cubriéndole el rostro, llorando, rogando. Vi a su padre atrapando a su hija para que no me atacara. Y allí estaba yo, inmóvil, derrotada por la culpa, preguntándome cómo podía sobrevivir a algo así.

Todo se volvió negro.

Un toque suave en mi hombro me arrancó del abismo.

—Samara… despierta.

Parpadeé, confundida. La habitación estaba iluminada por el fuego, que crepitaba suavemente, dibujando sombras danzantes en la pared. La voz de Alessandro me envolvía, cálida, firme. La mano de él sostenía la mía, anclándome al presente.

—Alessandro… —susurré, la garganta rota y las lágrimas intentando salir—. Soñé… Felipe… todo fue mi culpa…

Él me abrazó suavemente, dejándome hundirme en su pecho. Sentí cómo la seguridad y la calidez empezaban a desplazar el frío del miedo.

—Lo sé… —susurró él—. No estás sola. No tienes que cargar con eso.

Sus dedos recorrieron mi cabello, mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. Las palabras que habían quedado atrapadas en mi garganta durante meses comenzaron a salir, mezcladas con sollozos y suspiros.

—Nunca te hablé de él —dije—. De Felipe…
—La llamada, su accidente, los gritos de su madre, los reproches de su hermana… todo. —Las lágrimas caían sobre su pecho—. Yo le pedí que viniera, y si no lo hacía me enojaría… y él… él murió.

Alessandro me miró con atención, sin decir nada. Sus ojos me decían que estaba allí para escucharme, para sostenerme mientras me rompía en mil pedazos.

—Perdí la conciencia por días —continué—. Cuando desperté, era el día de su entierro. Todo estaba vacío, irreal… pero lo vi, Alessandro. Vi su nombre en la lápida, la tierra cubriéndolo, y supe que no había vuelta atrás.

El fuego crepitaba, y el calor de la habitación contrastaba con el frío que había sentido durante mi pesadilla. Mis manos temblaban, pero las de él me sujetaban con firmeza.

—Pasaron ocho meses antes de poder decirle adiós —susurré—. Fui al cementerio, le hablé, le pedí perdón. Carlos fue conmigo… él siempre ha sido como un hermano para mí.

Cierro los ojos y veo la tarde gris, el viento frío golpeando mi rostro, la tierra húmeda bajo mis pies. Cada palabra que él dijo, cada lágrima que cayó, se mezclaba con mis recuerdos y mis arrepentimientos.

—Él me dijo algo que cambió todo —mi voz tiembla—: “Él era tu lugar favorito en el mundo… puede que aún lo sea, pero debes volver a tu lugar seguro… y ese lugar eres tú misma, nadie más.”

Alessandro baja la mirada, comprendiendo el peso de cada palabra.

—Y ahora… —susurra él—. Estás aquí. Y no estás sola.

Apoyo la frente contra su pecho, sintiendo cómo el fuego y su abrazo me envuelven. Por primera vez desde la tragedia, siento que puedo respirar, que puedo descansar un poco del dolor que me consume. La culpa sigue ahí, pero se diluye en la calidez de su presencia.

—Ese día decidí comenzar mi metanoia —digo con voz temblorosa—. Por mí. Por mi felicidad. No para olvidarlo, sino para vivir sin culpa.

Alessandro me sonríe suavemente:

—Samara… no tienes que cargar con eso sola.

—Ya no lo hago —respondo, levantando los ojos para mirarlo—.

El fuego sigue crepitando, iluminando nuestros rostros. Y por primera vez en años, siento que puedo cerrar los ojos y dejar que alguien me sostenga, que alguien me recuerde que aún hay vida, aún hay amor y aún hay un lugar seguro al que pertenezco.

El mantra vuelve a mí, esta vez no como un lamento, sino como un recordatorio de que el pasado no me define; que puedo avanzar, con él a mi lado.

Sus brazos me envuelven, y su aroma me arropa suavemente, meciendo cada latido hasta que me dejo caer en un sueño tranquilo.




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