El susurro de la Lluvia

CAPÍTULO XXI

Smara:

Los días después del concierto se sintieron distintos.
El eco de las guitarras de Mikael todavía vibraba en mis oídos, y cada vez que cerraba los ojos podía verlo en el escenario, riendo con esa luz que siempre tuvo, la que parecía devolverle color a todo.

Pero más que la música, lo que se me había quedado dentro era otra cosa.
Era Alessandro, a mi lado, con esa manera suya de mirarme como si todo el ruido se apagara cuando estábamos juntos.

Después de aquella noche, empezó a quedarse más seguido en casa. Al principio, con excusas pequeñas: “voy a revisar unos documentos”, “solo por hoy, mañana vuelvo”. Pero las mañanas se convirtieron en tardes, las tardes en noches, y las noches en días enteros en los que su taza aparecía junto a la mía, su abrigo colgaba en la silla del comedor y su risa llenaba el silencio que antes me acompañaba.

No lo dijimos, pero los dos sabíamos que ya vivía allí.

La rutina se volvió un baile secreto entre nosotros.
Mientras él trabajaba en la sala, yo pintaba junto a la ventana. Me gustaba escucharlo escribir, el sonido del teclado mezclándose con el roce de mis pinceles sobre el lienzo. De vez en cuando levantaba la vista y lo veía concentrado, con el ceño fruncido y el cabello revuelto.

—Estás muy serio —le decía, sin dejar de pintar.
—Estoy pensando.
—¿En qué?
—En ti —respondía, sin mirarme, y el pincel se me escapaba un poco.

A veces cocinábamos juntos.
Bueno, intentábamos cocinar.
Él insistía en preparar pasta y yo, en defender mi honor como cocinera con mis experimentos que casi siempre terminaban mal.
—Eso no parece comestible —decía, sonriendo.
—No digas eso, Alessandro. Tiene… textura artística.
—“Textura artística” no es una categoría de comida, Samara.
—Debería serlo.

Cuando me reía, él se quedaba mirándome en silencio. Como si ese sonido lo salvara de algo que no se atrevía a decir.

Damián, por supuesto, no tardó en notarlo.
Una mañana apareció en la cocina con su taza de café y una ceja arqueada.

—¿Y este qué? —señaló a Alessandro, que estaba en camiseta, sirviéndose cereal—. ¿No tiene casa o qué?

—Tengo —respondió Alessandro con toda la calma del mundo—. Pero aquí hay mejor café.

Damián soltó una carcajada.
—Ah, claro. El café. Qué excusa más romántica.

—Deja de molestarlo —le dije, fingiendo seriedad.
—Solo digo la verdad. En cualquier momento lo veo con pantuflas y bata de baño.

Alessandro levantó la taza y brindó con ella.
—Brindemos por eso.

Yo rodé los ojos, pero la verdad era que me encantaba esa naturalidad entre ellos. Damián se había vuelto parte de mi familia elegida, y verlos bromear me daba una sensación cálida, como si de pronto todos encajaran en el mismo cuadro.

Los días pasaban así: entre risas, trabajo, pintura y silencios que no pesaban.
A veces me quedaba despierta hasta tarde, viendo cómo Alessandro se dormía en el sofá con un libro sobre el pecho. Me gustaba esa quietud, esa sensación de paz que nunca había tenido con nadie.

Sin embargo, algo en él también se estaba volviendo más ausente.
Pequeños gestos, distracciones, llamadas que no respondía.
Una tarde, mientras secaba mis pinceles, lo escuché decir al teléfono:
—Sí, vendrán el fin de semana… lo sé, papá… sí, Vittoria también.

Cuando colgó, su expresión cambió.
No era tristeza, exactamente. Era algo más… como una sombra.

—¿Todo bien? —pregunté.
—Sí. —Me sonrió—. Mi padre y mi hermana vendrán de visita.
—¿Los Moretti en pleno? —bromeé.
—Sí. —Su sonrisa se mantuvo, pero algo en sus ojos se nubló—. Tengo que organizar algunas cosas antes.

Esa noche se quedó más callado que de costumbre.

Pasaron tres días.
Yo pinté, él trabajó, Damián hizo comentarios sarcásticos y el apartamento siguió respirando esa mezcla de rutina y compañía que empezaba a sentirse como un hogar.

Hasta que llegó el viernes.

Alessandro se levantó temprano, se vistió con su chaqueta de siempre y preparó café antes de que yo despertara. Me dejó una nota en la mesa:

“Volveré en la tarde. No te preocupes si se hace tarde, mi padre y hermana insisten en cenar juntos.
—A.”

Me quedé mirando la nota un rato, con esa sensación rara que a veces antecede a las tormentas.

Decidí ordenar un poco la casa. Guardar mis lienzos, limpiar las mesas, doblar la manta del sofá. Fue ahí cuando lo encontré.

Una carpeta gruesa, debajo de unos papeles que había traído Alessandro días atrás.
No tenía nombre visible, solo el sello del Instituto Nacional de Seguros.

Por un momento dudé.
Pero mi mano se movió sola.

La abrí.

Papeles, informes, fotografías.
Y un nombre.

Felipe Smith.

El aire se volvió denso.
El sonido del reloj desapareció.
Mi cuerpo se heló.

Todo dentro de mí se quebró en silencio.

No respiré.
No hablé.
Solo quedé ahí, de pie, con las manos temblando sobre los documentos, sintiendo cómo el calor del hogar que habíamos construido se desmoronaba sin hacer ruido.

Y en ese instante, entendí que la quietud… siempre fue el preludio del temblor.




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