El susurro de la Lluvia

CAPÍTULO XXIII

Una verdad que duele

Hace 27 años. Italia.

El sonido del motor se apagó frente a una villa rodeada de cipreses.
El cielo de la Toscana, cubierto por una ligera neblina, parecía anticipar la tormenta que se avecinaba.
Alexander Moretti, con 21 años, cerró la puerta del auto con precisión quirúrgica. Traje impecable, reloj de oro, vida medida al segundo. Nada en él parecía espontáneo. Todo era estrategia.

Estaba comprometido con Judith, una joven de sociedad: hermosa, calculadora y tan práctica como él. El matrimonio sería ventajoso: unión de dos apellidos poderosos, consolidación empresarial, estabilidad.
El amor no formaba parte del trato.
Y eso, para Alexander, era perfecto.

Sin embargo, al entrar en casa aquella tarde, un sonido lo detuvo. Un murmullo ahogado, un jadeo que atravesó sus sentidos.
Algo en su interior se quebró antes de abrir la puerta.

La habitación estaba entreabierta. Bastó empujarla un poco para que la escena se revelara con toda su crudeza.

Judith.
Y otro hombre.
Su socio y supuesto amigo, Felipe.

El tiempo se detuvo. Alexander contuvo el aliento, el corazón latiéndole con fuerza, cada músculo tenso, cada pensamiento congelado.

Judith ni siquiera lo miró. Felipe intentó acercarse, con una sonrisa nerviosa, pero la frialdad en la mirada de Alexander los congeló a ambos.

—¿Esta es tu idea de un matrimonio conveniente, Judith? —su voz salió baja, contenida, pero cortante—. ¿O planeabas casarte conmigo, matarme y quedarte con la empresa?

Judith balbuceó excusas sin forma. Felipe abrió la boca, pero Alexander no necesitó levantar un dedo: un simple gesto lo silenció.

Alexander cerró los ojos un instante, sintiendo cómo el mundo se desmoronaba. Cada segundo parecía prolongarse, cada respiración un intento de no explotar. Su orden, su control, su mundo perfecto… todo se deshacía.

—Podemos arreglarlo, Alexander, fue un error… —suplicó Judith, siguiéndolo mientras él giraba para marcharse.

—El único error fue confiar en ti —dijo, sin mirarla—. Y no, Judith. Tú y yo hemos terminado. Quiero que te vayas de esta casa antes del amanecer.

Aquella noche, la lluvia cayó con violencia.
Junto a ella, los sueños de una vida estable se deshicieron en el barro.

Días después

Los periódicos hablaron del escándalo con romanticismo barato:

“Una mujer valiente que encontró el amor verdadero tras una relación abusiva.”
“Judith y Felipe: el matrimonio más esperado del año.”

Alexander hojeaba los titulares con asco.
Nunca se defendió públicamente. Prefería cargar con el silencio antes que rebajarse a aclarar mentiras. Había aprendido que la verdad, en manos de la sociedad, era solo una historia mal contada.

Prometió algo:

“Nunca volveré a confiar en alguien.”

El tiempo siguió su curso. La empresa prosperó, pero su vida se volvió rutinaria, vacía de emoción.

Hasta que Leonor llegó.

El día que la conoció, un aroma a lavanda lo golpeó al entrar a su oficina. Su mundo de acero y papeles se vio invadido por algo cálido, suave, diferente.

—¿Qué es este olor? —gruñó, sorprendido.

—Lavanda, señor Moretti. Calma los nervios, limpia la energía —respondió ella, con una sonrisa que parecía iluminar la oficina.

Alzó la vista. Cabello oscuro, ojos claros, sonrisa que desarmaba cualquier barrera.

—¿Quién es usted?

—Leonor. Su nueva secretaria.

Desde ese instante, algo cambió. Ella desafiaba su autoridad con dulzura, colocaba plantas donde él veía obstáculos, hablaba de energía, de estrellas, de equilibrio.
Al principio, lo irritaba. Pero pronto empezó a buscar excusas para verla: un café, una caminata corta, cualquier pretexto.

Leonor se volvió su paz.
Donde Judith representó ambición y falsedad, Leonor era luz, arte y vida.
Se casaron tres años después, en una ceremonia íntima, lejos de los medios.

Cuando su hijo nació, Alexander comprendió el significado real de la palabra “amor”.

—Alessandro —susurró Leonor, con el bebé en brazos—. Quiero que se llame como tú, pero con un toque más dulce.

Él asintió, con lágrimas que jamás pensó derramar.
Por primera vez, no sintió miedo de sentir.

Londres

Mientras tanto, Judith miraba la televisión desde su casa.
El resentimiento la devoraba. La vida que ella deseaba era ahora de otra mujer. Y lo peor: Felipe la despreciaba.

Durante tres años de matrimonio no logró darle un hijo.
Él la llamaba “inútil”, “estorbo”, “muñeca de sociedad”.
Y cuando regresó de un viaje a Italia, lo hizo con un niño en brazos y una mujer desconocida a su lado.

—Se llama Leandro —dijo sin mirarla—.
—Es mi sangre, Judith. Y tú vas a criarlo.

El niño era el recordatorio de su fracaso, el reflejo del desprecio de su marido.
A veces lo escuchaba decirle al pequeño:




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