La tormenta rugía sobre la ciudad como un monstruo indomable, arrastrando el viento y golpeando la lluvia contra los cristales. La luz se apagaba intermitentemente, iluminando los muebles, los cuadros y los rostros tensos con cada relámpago. Adentro, la casa parecía contener el aliento, como si supiera que esa noche todo estallaría.
Luka caminaba por el pasillo, el corazón latiéndole a mil, cada pensamiento sobre Ceyla como un puñal que lo atravesaba.
—No puedo… no puedo estar sin ella —susurraba, con las lágrimas corriéndole por las mejillas—. La lastimé… a Eliana… a todos… y no sé cómo arreglarlo.
En el mismo instante, la puerta principal se abrió de golpe. Samara entró arrastrando la tormenta con ella: la lluvia empapaba su cabello, su rostro ardía de furia y dolor, y cada paso que daba hacía que el suelo retumbara con el peso de su rabia contenida.
—¿Desde cuándo lo sabías? —su voz cortante atravesó el aire cargado, cada palabra un relámpago.
Alessandro tragó saliva, intentando sostenerse, mientras su mirada se clavaba en ella.
—Hace un mes y medio —dijo con voz tensa, temblorosa.
Samara retrocedió un paso, incrédula.
—¿Un mes y medio? —repitió entre lágrimas—. ¿Y no pensaste que tenía derecho a saber? Cada noche que dormí a tu lado, cada palabra, cada sonrisa, cada confianza… ¡todo fue una mentira!
—¡No era el momento! —gritó él, desesperado—. Si te lo decía, te perdía… y no podía soportarlo.
—¡Ya me perdiste! —sollozó ella, golpeando su propio pecho—. ¡Me destruiste, Alessandro! Me hiciste confiar en ti y ahora… ahora todo es un desastre.
—Me buscaste ¿verdad? —dijo ella, la voz quebrándose—. Por él, por todo lo que pasó, ¿verdad?
Alessandro negó con la cabeza, las lágrimas mezclándose con la lluvia que goteaba por las ventanas:
—Al principio… sí. Pero después… después solo te amé a ti. Te juro que después solo exististe tú. Te amo, Samara. Te amo aunque todo duela, aunque nos destruya, aunque todo se rompa.
—Si me amabas… ¿por qué mentirme? ¿Por qué jugar con lo que éramos? —susurró ella, su voz rota, un hilo de desesperación.
—Porque sabía que si lo sabías, me odiarías —dijo él, con la voz quebrada—. Y eso sería lo único que no podría soportar.
—Pues odiarte no es suficiente —replicó ella—. No puedo confiar en tus palabras… ni en tus besos… ni en tu amor.
—¡Te amo! —gritó él, la voz rota, temblando—. No por lo que eras, sino por lo que soy cuando estoy contigo. Porque cuando te miro, Samara… todo lo roto dentro de mí se calma. Todo lo que perdí vuelve a existir. Todo lo que pensé perdido… tú lo reparas.
Sus labios se encontraron en un beso desesperado, cargado de rabia, pasión y culpa. Cada beso era un grito contenido, cada separación un puñal en el pecho. Entre cada respiración, las lágrimas se mezclaban con la lluvia que se colaba por las ventanas, y cada relámpago iluminaba sus miradas: dolor, amor, desconfianza y deseo.
—¡Me hiciste confiar en ti y ahora todo es un desastre! —gritó Samara entre sollozos.
—¡No es un desastre! —gritó Alessandro—. ¡Te amo, Samara! ¡Eres mi todo!
Samara dejó la carpeta sobre la mesa, incapaz de mirarla por más tiempo. Sus manos temblaban, su pecho dolía y el aire parecía haberse vuelto pesado, casi sólido. El reloj marcaba las ocho, pero para ella los segundos se habían congelado.
Y entonces recordó algo del funeral de Felipe. Entre la multitud, mientras la lluvia empapaba el pasto y las flores blancas se movían con el viento, un chico la había observado. Su mirada era extraña: intensa, penetrante, como si la conociera… y al mismo tiempo, ocultara algo.
Ese instante había sido breve, pero ahora, con la carpeta entre sus manos, todo parecía cobrar sentido.
Samara tragó saliva, su voz temblando mientras se acercaba a Alessandro, que estaba sentado en el sofá, en silencio, como si el peso del mundo también lo aplastara a él.
—Alessandro… —empezó, sus palabras entrecortadas—. En el funeral de Felipe… había un chico. Un chico que me miró… demasiado y me levantó. —Se detuvo un instante, respirando con dificultad—. ¿Era él?
Alessandro levantó la vista, sorprendido. Por un momento, sus ojos se encontraron con los de ella, y el silencio se volvió insoportable.
—Samara… —dijo él, con un hilo de voz—. ¿De quién hablas?
—¡No juegues conmigo! —gritó ella, dando un paso más cerca—. Lo vi, Alessandro. Me miró… como si me conociera… como si supiera cosas que yo no sé. —Su voz se quebró—. ¿Tú lo conoces? ¿Es él?
Alessandro tragó saliva, y por un instante pareció que todo el mundo se detuviera a su alrededor. Su mirada se volvió seria, cargada de sombras.
—Samara… no es tan simple —dijo, lentamente—. Hay cosas que no puedo explicarte todavía.
—¡No quiero “no puedo explicarme”! —la voz de Samara se rompió en un grito—. ¡Ya me ocultaste demasiadas cosas, Alessandro! ¡Primero Felipe, ahora esto! ¿Cuánto más? ¿Cuánto más vas a callarme?
Alessandro se levantó de golpe, sus manos temblando, su respiración rápida.
—Samara, ¡escúchame! —gritó—. Hay cosas que… que no quería que supieras así. Que no quería que te hirieran antes de tiempo.
—¡Me hirieron! —susurró ella, con lágrimas que caían sin control—. ¡Me hirieron todas estas mentiras! ¡Felipe… tu madre… todo! —Su voz se quebró, mezclando culpa, miedo y rabia—. Y si tú lo sabías… ¿solo me acercaste a ti para vengarte de él?
Alessandro dio un paso hacia ella, desesperado, pero Samara retrocedió un poco, temblando.
—¡Samara, no fue así! —dijo él, con la voz cargada de emoción—. Sí… al principio… lo pensé. Pero nunca lo hice. Porque… porque te amo. Te amo más de lo que puedo soportar decirlo en palabras.
—¡Palabras! —escupió ella, con rabia—. ¡Eso es todo lo que me das! Palabras, Alessandro. Y yo… yo ya no sé si puedo creer en ti.
Alessandro la miró fijamente, sus ojos verdes brillando con la intensidad de todo lo que sentía.