Alessandro
No recuerdo en qué momento dejé de gritarle.
Ni cuándo ella se fue.
Solo sé que después de escuchar aquellas palabras —“Felipe fue quien mató a mi madre”— todo dentro de mí se rompió.
La lluvia comenzó a caer justo cuando el silencio se hizo insoportable.
El eco de su voz seguía en mi cabeza, mezclado con mi respiración agitada y el sonido de mis pasos alejándome sin rumbo.
No podía procesarlo, no quería hacerlo.
¿Venganza?
¿Era eso todo?
¿Había caminado sobre un campo de mentiras creyendo que estaba construyendo algo real?
Me detuve bajo la lluvia, intentando entender en qué momento todo se volvió tan oscuro.
El amor y el odio se mezclaban en una maraña imposible de distinguir.
Y cuando el teléfono sonó, no imaginé que el golpe que vendría sería aún peor.
—¿Alessandro? —la voz de Vittoria temblaba—. Leandro… Leandro está muerto.
El sonido del mundo desapareció.
Solo escuché mi propio corazón rompiéndose.
Días después, el cuerpo de Leandro fue trasladado a Italia.
Junto a él viajaban mi padre, mi hermana y yo, como parte de la familia directa.
Vittoria, aun sin fuerzas no dudó en acompañarnos.
Y Samara, Carlos, Ceyla, Eliana y Damián también viajaron; era un adiós que no podían dejar pasar.
El avión estuvo silencioso.
Cada uno absorbía su propio dolor.
Samara apenas hablaba, sentada junto a Damián, mientras sus manos jugaban con un cuaderno de bocetos que había decidido llevar para distraerse, de vez en cuando sus ojos se posaban en mí.
Carlos y Ceyla se encontraban en Italia, viajarían hasta nuestra ciudad para acompañar en este momento.
Tenía miedo del drama que podria detonar en cualquier momento, lo unico que deseaba era paz para Leandro y todos nosotros.
Eliana, siempre se veía nerviosa y sus ojos cada vez luchaban por contener las lágrimas, permanecía con los ojos fijos en la ventanilla, contemplando nubes como si quisiera que su mente se despejara.
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El funeral se celebró en la ciudad natal de nuestra familia.
La lluvia nos acompañó desde que descendimos del avión hasta la capilla.
El cuerpo de Leandro descansaba en un féretro sencillo, con flores blancas que Vittoria había seleccionado con cuidado.
Mi padre estaba a mi lado, su rostro firme pero los ojos húmedos, intentando sostener la entereza que ya nadie creía posible.
Mi hermana y yo nos tomamos de la mano, compartiendo un silencio que decía más que cualquier palabra.
—Era el más fuerte de todos —susurró Luka, quien también había viajado—. Pero nadie aguanta tanto silencio.
Lo entendí al instante.
Leandro había cargado la culpa al ser medio hermano de Felipe, pero nadie se lo había dicho, ni nosotros, que él no tenía la culpa.
Ni su madre había estado presente; había vivido su dolor en soledad, cargando un peso que lo consumió por completo.
Todos los amigos de Samara y Vittoria se quedaron cerca, respetando el duelo.
Samara me observaba a lo lejos, con una mezcla de culpa y compasión en los ojos.
Carlos, Ceyla y Eliana compartían miradas, preguntándose cómo apoyar sin invadir, aún con la incomodidad entre ellos.
Damián permanecía junto a Samara, sujetando su hombro con suavidad.
El mundo parecía detenido mientras escuchábamos las palabras del sacerdote, pronunciando frases que nos recordaban la fugacidad de la vida.
La tierra mojada caía sobre el féretro de Leandro, y con cada palada sentía que el aire se volvía más pesado, como si nos presionara contra la inevitabilidad de la muerte.
Cuando finalmente nos quedamos solos frente a su tumba, la lluvia se intensificó.
Samara se acercó lentamente, con las manos entrelazadas, pero sin atreverse a tocarme.
Su presencia era un bálsamo silencioso.
Luka se mantuvo a mi lado, firme, pero yo podía sentir la tensión que la pérdida había dejado en él.
—Alessandro —dijo en voz baja—, nunca sabremos todo el peso que él llevaba. Nadie podría soportarlo.
Asentí, incapaz de responder.
Solo respiré hondo, mirando la tierra que cubría a Leandro, recordando su sonrisa, su voz, sus silencios y lo injusto que había sido todo.
En el viaje de regreso a casa, Samara dibujó en su cuaderno.
Cada línea, cada sombra, cada color parecía contener su duelo y el mío.
Carlos, Ceyla y Eliana observaban, sin interrumpir, entendiendo que a veces el silencio y el arte eran más poderosos que cualquier palabra.
Damián permanecía cercano, sosteniendo a su prima con suavidad.
Y yo, sentado junto a Vittoria y Luka, comprendí que el duelo no era algo que pudiéramos resolver en un día.
Era un proceso que nos uniría, de manera silenciosa, en un lazo de dolor, memoria y, quizá, aprendizaje.
La lluvia aún golpeaba los cristales, y por primera vez en días, respiré profundamente, dejando que un hilo de esperanza se filtrara entre la tristeza: aún estábamos aquí.
Y mientras el auto arrancaba, miré a Samara y entendí que, aunque el mundo se rompiera a nuestro alrededor, la vida continuaría, y nosotros también debíamos continuar.