El susurro de la Lluvia

CAPÍTULO XXVII

Samara

El carro avanzaba despacio por la carretera húmeda. El cielo seguía gris, como si el día se resistiera a morir. Afuera, la lluvia caía con la misma tristeza que nos acompañaba desde el amanecer. El sonido constante de las gotas contra el techo del auto me adormecía, pero no podía cerrar los ojos. No quería.
Tenía miedo de ver su rostro otra vez.

El funeral de Leandro había terminado hacía unas horas. La gente ya se había ido, las flores se marchitaban rápido bajo el agua, y el olor a tierra mojada se mezclaba con el perfume de los lirios. Todo había sido tan silencioso, tan contenido, que incluso el llanto parecía fuera de lugar.
Nadie quería decirlo en voz alta, pero todos pensábamos lo mismo: Leandro no debió morir así.

Me abrazaba el cuaderno contra el pecho, empapado en las esquinas, con dibujos que ya no quería mirar. Había bocetos de los tres —de él y de Alessandro —, de los días en que todavía sonreían sin miedo. Los trazos parecían fantasmas.

El carro giró hacia el camino que conducía a la casa de Alessandro. Desde la ventanilla, las luces del vecindario se desdibujaban entre la lluvia. Nadie hablaba.
Alessandro conducía con la mirada fija al frente, el ceño fruncido, los nudillos blancos sobre el volante. A su lado, Luka seguía en silencio. Detrás, Eliana lloraba en el hombro de Damián, y Ceyla miraba por la ventana, inmóvil, como si hubiera perdido el alma junto con él.

Cuando por fin llegamos, el portón se abrió con un chirrido suave.
La casa de Alessandro siempre había sido un refugio: cálida, con olor a madera y café recién hecho. Pero esa noche se sentía vacía, hueca, como si todo el aire hubiera sido arrancado de golpe.
Entramos sin hablar. Nadie encendió las luces del salón. Solo las lámparas del pasillo, que dejaban destellos anaranjados en las paredes.

Luka fue el primero en apartarse. Se quedó de pie junto a la ventana, la mirada perdida en el jardín, con las manos metidas en los bolsillos.
Ceyla lo siguió con la vista. No dijo nada. Se acercó unos pasos, insegura, y se detuvo a su lado. Por un momento pensé que se iría, pero él giró la cabeza, apenas, y la miró.
Fue un gesto pequeño, pero suficiente. Ella se quedó.

Yo me hundí en uno de los sillones, con el cuaderno sobre las rodillas. Intenté dibujar algo —cualquier cosa—, pero las líneas me salían torcidas, temblorosas. No podía concentrarme.
El silencio era tan denso que podía sentirlo pesando en el aire.

De pronto, alguien dejó una taza sobre la mesa.
Alessandro.

—Toma un poco —dijo con voz baja—. Está caliente.

Asentí. No tenía hambre ni sed, pero lo hice por él.
El vapor subía en espirales suaves, llenando el aire con el olor a manzanilla. Era casi tierno, ese intento suyo por cuidar a todos, por mantenernos de pie cuando él mismo se veía al borde del colapso.

Sus ojos estaban rojos, cansados. No lloraba, pero se notaba que lo había hecho antes. Quizás cuando nadie lo veía.
Cuando nuestras miradas se cruzaron, algo en mí se quebró.

—Alessandro… —murmuré.

No respondió. Solo se sentó frente a mí, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada clavada en el suelo.
El reloj del pasillo marcaba las nueve con un sonido seco. Uno a uno, los demás comenzaron a retirarse. Damián y Vittoria subieron primero; Eliana los siguió. Ceyla se quedó un poco más con Luka, en la penumbra. Después, solo quedamos él y yo.

La lluvia seguía cayendo, más lenta ahora, arrastrando con ella los restos de un día demasiado largo.
Yo no sabía qué decirle. No existían palabras para ese tipo de pérdida.

Cerré el cuaderno y lo abracé otra vez, con fuerza.
Tenía frío. No el tipo de frío que viene del clima, sino ese que se instala en los huesos cuando algo dentro se apaga.

Alessandro se levantó y caminó hacia la ventana.
El reflejo del relámpago lo iluminó por un segundo: su perfil serio, su mandíbula tensa, la sombra de la tristeza dibujada en sus ojos.
Me quedé mirándolo sin poder apartar la vista. Había algo en él —en esa calma rota, en ese silencio contenido— que me llamaba, que me pedía acercarme.

Y lo hice.
Sin pensar, sin planearlo.

—No puedo quedarme sola esta noche —le dije, apenas en un suspiro.

Él se giró despacio. Me observó durante unos segundos que se sintieron eternos. No preguntó nada. Solo asintió.
Extendió su mano hacia mí, y cuando la tomé, su calor me recorrió como una chispa.

Subimos las escaleras en silencio. La casa entera parecía contener la respiración.
Su habitación estaba en penumbra, con la ventana entreabierta dejando pasar el olor a lluvia. Me quedé quieta en la puerta, sin saber si debía entrar.

Él se volvió hacia mí, con esa mirada suave que solo usaba conmigo.
—Está bien —susurró—. Solo descansa.

Asentí. Me quité el abrigo, dejándolo caer sobre la silla. Me acerqué lentamente y me acosté a su lado, sin atreverme a mirarlo.
Su cama olía a madera, a algo limpio, familiar. Me acurruqué, y él, sin dudar, me rodeó con el brazo.

Sentí su respiración en mi cuello.
Era cálida, constante, casi hipnótica.

—Estamos bien… —murmuró contra mi cabello.

Cerré los ojos. Las lágrimas salieron solas, silenciosas.
No eran solo por Leandro, ni por Felipe, ni por todo lo que habíamos perdido.
Eran por nosotros. Por lo que habíamos sido, y por lo que aún no sabíamos si podíamos volver a ser.

Me aferré a él.
No para buscar amor, sino refugio.
Y Alessandro me sostuvo, sin preguntas, sin juicios. Solo así, respirando conmigo, como si en su abrazo cupiera todo el peso del mundo.

Esa noche dormimos juntos, no como amantes, sino como dos almas heridas buscando un lugar donde no doliera tanto existir.

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