Alessandro:
Había planeado esa noche durante semanas.
Cada detalle, cada aroma, cada canción, cada silencio.
No quería que fuera perfecta; quería que fuera ella.
Roma se preparaba para una de esas lluvias suaves que perfuman el aire antes de caer, cuando la ciudad parece contener la respiración.
El cielo tenía el color exacto de los ojos de Samara cuando se pierde en sus pensamientos: un gris claro que no termina de ser tristeza ni calma.
Le dije que sería una cena tranquila, una “celebración simple”.
Pero dentro de mí latía un secreto que había aprendido a cuidar con la misma devoción con la que ella cuidaba sus lienzos.
Una promesa que se fue tejiendo entre risas, lágrimas y noches de pintura y música compartidas.
El restaurante estaba cerrado solo para nosotros.
Luces cálidas titilaban como luciérnagas sobre las mesas, y las velas desprendían un aroma tenue a lavanda y madera.
En las paredes, colgaban sus pinturas.
Pasé días enteros planeando con Mikael y Ceyla cómo colgarlas sin que ella lo descubriera.
Cada cuadro contaba un pedazo de su historia: la lluvia cayendo sobre una ciudad difusa, dos manos entrelazadas, un cielo manchado de nostalgia.
También llamé a su hermana y a Eliana; entre todos hicimos que cada rincón hablara de ella.
Cuando entró, el mundo pareció detenerse.
Sus labios se entreabrieron, y el brillo de sus ojos reflejaba la sorpresa más pura.
—¿Qué… qué es esto? —preguntó en un susurro, como si temiera romper el hechizo.
—Tu mundo —le respondí—.
El que escondiste cuando pensaste que amar dolía demasiado.
El que tanto rechazaste por miedo, pero que nunca dejó de esperarte.
Sus ojos recorrieron las paredes lentamente.
Vi cómo se le llenaban de lágrimas cuando reconoció sus propias obras, como si estuviera mirándose por primera vez.
Mikael había preparado una versión acústica de So Easy, su canción favorita.
Sonaba como un eco del pasado, una melodía que parecía envolvernos en un tiempo solo nuestro.
Cenamos entre risas.
Había elegido su plato favorito: risotto al limón y lavanda, porque decía que le recordaba a los veranos tranquilos que nunca tuvo.
Hablamos de todos los demás:
de Ceyla y Luka, que parecían dos versos opuestos del mismo poema;
de Damián y Vittoria, que ya no ocultaban su amor y vivían como si el duelo los hubiera hecho más fuertes;
de Mikael, que seguía llenando escenarios con su música;
y de Carlos, que no dejaba de brillar en las pasarelas del mundo.
La vida, después de tanto caos, se había vuelto amable.
Una calma que dolía un poco, porque nos recordaba lo mucho que costó alcanzarla.
Cuando el postre llegó, me levanté y le tomé la mano.
La llevé hacia la parte trasera del salón, donde una sola pared en blanco esperaba bajo una hilera de luces doradas.
En el centro, un pequeño cartel decía:
“Tu exhibición comienza aquí.”
Samara se detuvo, con el aliento entrecortado.
—¿Qué hiciste? —murmuró, temblando.
—Lo que tú no te atreverías a hacer —le dije, sonriendo—.
Reservé la galería, invité a críticos, artistas y amigos.
Faltan dos meses.
Ella cubrió su boca con las manos, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—No… Alessandro, no puedo.
—Sí puedes. —me acerqué, sin soltar su mano—.
Porque pintas como quien sobrevive, como quien ama con todo lo que le queda.
El mundo merece ver eso.
Se quedó en silencio, mirándome como si intentara memorizar ese instante.
Y fue entonces cuando supe que era el momento.
Saqué del bolsillo interior de mi chaqueta una pequeña caja azul.
Podía sentir el temblor de mis propios dedos.
Ella lo notó, y una mezcla de confusión y esperanza cruzó su rostro.
—Samara Barker… —empecé, con la voz quebrándose.
Cuando llegaste a mi vida, la lluvia ya no dolía.
Trajiste color donde solo había sombras, calma donde solo quedaba culpa.
Tu arte me enseñó que el dolor puede transformarse en belleza si se comparte.
Y tu amor me enseñó que la paz no es olvidar… es tener con quién recordar.
Tragué saliva.
—Contigo todo es fácil, incluso los días más difíciles.
Tu existencia vuelve mis horas mejores, y cuando apareces en mis pensamientos, te vuelves lo único que merece toda mi atención.
Me arrodillé.
Las lágrimas me nublaron la vista antes de poder abrir la caja.
Ella temblaba, y entonces supe que también lloraba.
—Quiero construir contigo todo lo que el destino intentó quitarnos.
Quiero ser tu refugio cuando el mundo se vuelva gris.
Quiero bailar contigo bajo cada tormenta, reír contigo en cada amanecer.
¿Quieres casarte conmigo?
Por un instante, el silencio fue absoluto.
Solo existía ella.
Sus ojos, húmedos y brillantes, me devolvieron la promesa que nunca dije en voz alta.
Y entonces sonrió, con esa mezcla de ternura y certeza que me partió el alma.
—Sí —susurró—.
Siempre fue sí.
La abracé, y la lluvia comenzó a caer.
Primero como un murmullo, luego como un himno.
Las gotas golpeaban los ventanales, resbalando como si también celebraran con nosotros.
Ella apoyó la cabeza en mi hombro mientras mirábamos sus cuadros, iluminados por las velas.
—¿Sabes? —dijo en voz baja—. Suena igual que la primera vez que te vi.
—Lo sé —le respondí, acariciándole el cabello—.
La lluvia siempre supo a dónde volver.
Nos quedamos así, envueltos en el olor a pintura, a limón y a lavanda, mientras el mundo afuera se deshacía en agua y reflejos.
No había pasado ni futuro.
Solo ella.
Solo nosotros.
Y así, bajo la melodía del agua golpeando el cristal,
mientras ella me susurraba palabras de amor y yo a ella,
nos unimos junto al susurro de la lluvia.