El susurro de la noche

Capitulo 2

El estruendo dentro de la mansión era tan intenso que cada paso que daba Valeria parecía perderse entre ecos de destrucción. El mármol que momentos antes brillaba bajo la luz de la tarde ahora estaba salpicado de manchas oscuras. Sus zapatillas blancas, esas que había insistido en usar porque “quería verse mayor”, se teñían con cada huella que dejaba atrás.

—¡Valeria, espera! —la voz de Adrian resonaba desesperada a sus espaldas.

Pero ella no podía detenerse.
No cuando los gritos se mezclaban con el retumbar de disparos.
No cuando el susurro en su pecho seguía empujándola hacia adelante… y hacia el horror.

El aire olía a pólvora y miedo. Un guardia cayó frente a ella, jadeando, su arma aún en la mano temblorosa. Al verla, extendió un brazo ensangrentado.

—S… señorita… no… —balbuceó, antes de que la respiración se le escapara en un suspiro final.

Valeria retrocedió un paso, con los ojos muy abiertos.

Adrian la alcanzó por fin, tomando su brazo con firmeza.

—Tenemos que irnos. ¡Ahora! —dijo con la voz quebrada, tratando de arrastrarla hacia la salida.

—¡Mi papá está adentro! —gritó ella, forcejeando—. ¡Tengo que encontrarlo!

—Valeria, no puedes—

—¡NO PUEDO IRME! —su voz se quebró en un grito desgarrado que resonó contra las paredes.

La tensión en el aire era tan densa que cualquier movimiento parecía ralentizado, como si el tiempo mismo temiera avanzar.

Entonces, entre los sonidos aterradores, una voz familiar surgió débil, lejana, pero clara:

—¿Val…? ¿Valeria…?

Ella giró de golpe, el corazón golpeándole contra las costillas.

—¡Papá!

Sin pensar, se lanzó por el pasillo. Adrian la siguió, sin soltarle la mano.

El corredor rojo

Al final del pasillo, la puerta de la oficina de su padre estaba entreabierta. Humo negro salía por la grieta como un monstruo acechante. El olor a madera quemada y sangre quemaba la garganta.

Valeria empujó la puerta con un gemido.

Lo que vio al otro lado se grabó en su mente para siempre.

La oficina, que siempre había sido su refugio silencioso, ahora era un campo de guerra. La ventana estaba destrozada, la cortina ardiendo por un extremo. Papeles volaban como hojas muertas. Dos cuerpos yacían en el suelo, trajes oscuros empapados en rojo.

Y su padre…

Su padre estaba apoyado contra el escritorio, con una mano presionando su costado, la camisa blanca manchada de sangre, demasiada sangre. Su rostro estaba pálido, pero sus ojos… sus ojos aún brillaban con esa mezcla de orgullo y dolor que solo él sabía mostrar.

—Valeria… —susurró.

Ella cayó de rodillas frente a él.

—Papá… papá, no… —sus dedos temblaban al tocar su rostro.

Él le sonrió, esa sonrisa suave que siempre usaba para tranquilizarla incluso cuando el mundo se caía a pedazos.

—Sabía… que vendrías —murmuró.

Adrian se quedó en la puerta, paralizado entre entrar o darles privacidad, entre huir o pelear.

—Los atacaron… venían preparados —continuó el jefe Cruz con dificultad—. Alguien… muy cerca… los dejó entrar…

Valeria sintió que la garganta se le cerraba. El susurro en su pecho seguía presente, pero ahora ya no era una advertencia.

Era una despedida.

—Papá, vamos a sacarte de aquí —dijo con la voz quebrada—. Podemos… podemos llevarte con un doctor, podemos—

Pero él negó con la cabeza.

No había tiempo.
No había salvación.

Solo verdades finales.

—Valeria —dijo él, tomando su mano—, recuerda… lo que te enseñé…

Ella apretó sus dedos, como si pudiera evitar que la vida se escapara por la herida.

Escucha a la noche… ella no miente —susurró él.

Las lágrimas resbalaron por las mejillas de la niña. Adrian dio un paso adelante, con los ojos también húmedos.

—Cuida de ella —ordenó el jefe Cruz a Adrian con voz firme, casi brutal.

Adrian tragó saliva y asintió.

—Lo haré, señor —susurró, la mandíbula tensa.

Una ráfaga de disparos resonó más cerca. El edificio tembló. Polvo cayó del techo.

Su padre volvió a hablar, cada palabra más difícil que la anterior:

—Valeria… tú… vas a vivir. Vas a ser fuerte. Mucho más que yo. Prométeme… que vas a seguir… siempre adelante…

Ella negó con la cabeza, sollozando.

—No quiero… no sin ti…

—La noche… —dijo él con un último esfuerzo—. Escucha… a la noche…

Y entonces, el susurro interno se apagó.

El cuerpo del jefe Cruz se relajó.
Su mano cayó.
Sus ojos, antes tan intensos, se quedaron quietos, vacíos.

Valeria no gritó.
No podía.
La voz se le quebró por dentro.

Solo un silencio absoluto llenó su mundo.

El fuego, la caída y el final

—Valeria… tenemos que salir de aquí —dijo Adrian con voz baja, intentando separarla del cuerpo.

Ella no respondió. Sus dedos seguían aferrados al brazo de su padre, como si soltarlo significara perderlo para siempre.

—Valeria, escúchame —insistió él—. ¡Nos van a matar si nos quedamos!

Un estruendo sacudió el pasillo. La puerta del despacho se tambaleó. Pasos. Voces. Hombres que no buscaban testigos.

Con un movimiento brusco, Adrian se agachó, tomó a Valeria en brazos y la levantó. Ella forcejeó débilmente, llorando sin sonido.

—Lo siento… pero no dejaré que mueras aquí —dijo él, con una determinación que pocos niños poseían.

Corrió por el pasillo mientras las llamas empezaban a trepar por las paredes como bestias hambrientas. El humo llenaba el aire, nublando la vista. Valeria enterró el rostro en su cuello, sin querer mirar atrás, sin poder respirar.

Para ella, el mundo acababa de romperse.
Y el susurro de la noche, por primera vez, no le habló.

La separación

Afuera, el caos era total. Sirenas, gritos, luces rojas de autos, hombres huyendo. Moretti —el padre de Adrian— llegó entre un grupo de escoltas, la mandíbula dura, los ojos escudriñando el desastre.




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