El amanecer llegó sin permiso.
La luz se filtró por la ventana sucia de la habitación, iluminando las motas de polvo que flotaban como pequeños fantasmas suspendidos en el aire. Valeria abrió los ojos lentamente, desorientada.
Por un segundo, pensó que todo había sido una pesadilla.
El fuego.
Los disparos.
La mano de su padre desprendiéndose de la suya.
Pero el olor a humedad y a sopa recalentada en el piso inferior la devolvió a la realidad. No estaba en casa. No había guardias en las puertas. No había risas. No había Adrian golpeando su ventana para sacarla a escondidas.
Solo silencio.
Un silencio sin susurro.
Se sentó en la cama, abrazando sus rodillas. El cuerpo le temblaba, no de frío, sino de vacío. Un vacío que parecía haberse instalado en su pecho para quedarse.
La mujer que la había recibido la noche anterior —Doña Marta— tocó la puerta con suavidad.
—Despierta, niña. Los del Servicio de Protección vendrán en unas horas.
Valeria sintió un tirón en el estómago.
La palabra orfanato no necesitaba ser pronunciada.
Descendió las escaleras sin decir una palabra. Doña Marta la observó como se observa a un animal herido.
—¿Dormiste algo?
Valeria negó.
—Te haré un té. No es mucho, pero alivia.
Mientras bebía del vaso caliente, Valeria intentaba mantener la respiración estable. Cada sorbo sabía a despedida.
Un golpe seco en la puerta la hizo estremecerse.
Dos personas entraron: una mujer joven, con el cabello recogido en un moño tenso, y un hombre robusto de mirada cansada. Llevaban carpetas, brazaletes con identificaciones y expresiones neutras ensayadas.
—¿Valeria Cruz? —preguntó la mujer.
Valeria asintió.
—Ven con nosotros, por favor.
Doña Marta le puso una mano en el hombro antes de que se levantara.
—Sé fuerte, niña.
Valeria no respondió.
La fuerza era un lujo que no recordaba poseer.
El Centro Saint Ives para Menores
El edificio se alzaba como una sombra gris, con ventanas pequeñas y barrotes apenas visibles detrás del vidrio. El aire olía a desinfectante, a polvo viejo y a historias que nadie quería escuchar.
Mientras la escoltaban hacia la recepción, Valeria sintió las miradas de otros niños y adolescentes clavarse en ella como agujas invisibles. Algunos tenían curiosidad. Otros, desconfianza. Y unos pocos, la mirada apagada de quien ya había aprendido a no esperar nada del mundo.
—Te asignaremos un dormitorio —dijo la trabajadora social—. Este será tu hogar temporal hasta que se encuentre una familia de acogida.
Hogar.
La palabra le provocó un vértigo amargo.
La llevaron por pasillos estrechos con paredes descascaradas y sonidos lejanos de pasos, portazos y murmullos. Pasaron por un salón donde varios niños jugaban cartas usando cajas vacías como sillas. La televisión vieja proyectaba una caricatura sin volumen.
Subieron una escalera oxidada y llegaron a un dormitorio largo, dividido en pequeñas áreas con camas individuales. Algunas tenían fotos pegadas en la pared, otras simplemente estaban vacías, tristes.
—Esta será tu cama —anunció la mujer.
Valeria dejó la pequeña mochila que le habían dado. Vacía. Como ella.
—Tendrás terapia obligatoria dos veces por semana —continuó la trabajadora—. Y clases por las mañanas. Debo advertirte que aquí hay reglas estrictas.
Valeria la escuchaba pero no absorbía las palabras.
Hasta que la mujer agregó:
—Tu padre era… —hizo una breve pausa incómoda— una figura conocida. Lo mencionarán. Los niños hablan. No te preocupes, tomaremos medidas si alguien intenta intimidarte.
Valeria alzó la vista. Por primera vez desde la tragedia, habló.
—No necesito que me protejan.
La mujer frunció el ceño.
—Eres una niña. Es normal—
—No —interrumpió Valeria, con una calma sorprendentemente fría—. No lo necesito.
La trabajadora social tragó saliva, incómoda.
—Bien… Si necesitas algo, estaré en el piso de abajo.
Cuando la mujer se marchó, Valeria se dejó caer en la cama. Miró el techo, escuchando los ruidos del lugar: pasos, risas forzadas, discusiones, el llanto de un niño pequeño.
Y entonces…
El susurro.
Faint.
Lejano.
Pero presente.
No temas.
Observa.
La piel de Valeria se erizó.
Los Otros
Al caer la tarde, los niños comenzaron a reunirse en el comedor. Valeria se movía entre ellos como un fantasma, en silencio, con el cabello sobre el rostro y los hombros tensos.
—Esa es la chica nueva —susurró una voz detrás de ella.
—Dicen que su papá era un mafioso —respondió otra—. De los grandes.
—¿Y por eso está aquí? ¿No debería estar muerta?
—Calla, imbécil.
El murmullo se extendió por el lugar como un veneno lento. Valeria fingió no escuchar mientras servía un poco de arroz y un pedazo de pan duro en su bandeja.
Se sentó en una mesa vacía. No esperaba compañía.
No la buscaba.
Pero la encontró.
Un niño flaco, con ojeras profundas y mirada demasiado vieja para su edad, se sentó frente a ella sin pedir permiso.
—Soy Mateo —dijo, dándole un mordisco al pan—. No tienes cara de ser peligrosa.
Valeria lo miró sin expresión.
—No lo soy —respondió con voz plana.
Mateo ladeó la cabeza.
—Eso dicen todos antes de pelearse. Aquí todos pelean. O lloran. O se esconden. Depende de qué tan rotos estén.
Valeria bajó la mirada hacia su comida.
—Y tú —preguntó él, con tono curioso—, ¿qué haces?
Ella levantó la vista.
Y por primera vez, la verdad la sorprendió al salir.
—Observo.
Mateo entrecerró los ojos, evaluándola.
—Mmm… sí. Tienes pinta de observar mucho. Tu vista se mueve como la de los gatos.
Valeria no sabía si eso era bueno o malo. Tampoco le importaba.
Editado: 10.12.2025