La noche en el orfanato Saint Ives tenía un sonido particular. No era silencio.
Era un murmullo constante: pasos lejanos, camas crujiendo, respiraciones inquietas, sueños rotos. Un coro de almas pequeñas aprendiendo a sobrevivir sin ser vistas.
Valeria lo escuchaba todo.
Acostada boca arriba, con las manos entrelazadas sobre el pecho, miraba el techo descascarado. La luna entraba por la ventana estrecha, iluminando parte de su rostro. Sus ojos estaban abiertos, completamente despiertos.
Observa, le había ordenado el susurro.
Y eso hacía.
Desde su cama, podía ver el reflejo de varias historias silenciosas: una niña encorvada, llorando bajo las mantas; dos adolescentes discutiendo en voz baja; un pequeño murmurando el nombre de su madre entre sueños.
El mundo estaba lleno de ruidos.
Pero dentro de ella… había un vacío que crecía, expandiéndose, respirando con ella.
Un vacío que no dolía.
Solo esperaba.
La Primera Madrugada
Cerca de las tres de la mañana, Valeria se incorporó con lentitud. No tenía sueño. No lo tendría por varios días. La mente le corría a una velocidad que no sabía controlar. Podía sentir la tensión en los músculos, en la mandíbula, incluso en la punta de los dedos.
Su padre solía decirle que los lobos están más despiertos cuando el mundo duerme.
La noche te enseña lo que la luz oculta, le había dicho una vez.
Valeria, sin hacer ruido, se levantó de la cama. Caminó descalza por el pasillo. Las baldosas frías le hicieron sentir, por primera vez en horas, que aún tenía un cuerpo, que aún existía.
Entró en el baño común. Se observó en el espejo.
La niña que vio no parecía una niña.
Los ojos eran demasiado serios para sus doce años. La piel pálida, casi translúcida bajo la luz. El cabello despeinado, pero no de un modo inocente: parecía una sombra viva abrazándole el rostro.
Y luego… lo sintió.
No era un susurro.
Era una presencia.
Un peso suave detrás de ella, como si alguien estuviera de pie justo a su espalda.
Valeria giró de golpe.
Nada.
Pero la sensación no se iba.
Era la misma que había sentido el día de la muerte de su padre, cuando la noche le gritó que corriera.
Cerró los ojos.
—¿Qué quieres de mí? —susurró, apenas audible.
El aire se enfrió.
Una respuesta, tenue como un soplo:
Sobrevive.
El Día Después
A la mañana siguiente, el orfanato estaba más ruidoso de lo habitual. La noticia de que tres chicos mayores habían sido “torcidos” por la nueva —así lo decían entre murmullos— se había extendido como fuego.
Valeria caminaba por los pasillos con la misma calma imperturbable que la noche anterior. No evitaba las miradas. Tampoco las buscaba. Simplemente avanzaba.
Mateo la esperaba en el comedor, sentado con una bandeja llena de pan y huevos.
—¡Sombra! —la llamó con un gesto amplio—. Ven, ven. Tengo asiento gratis en mi mesa VIP.
Valeria tomó una bandeja y se sentó frente a él sin emoción.
—¿Por qué comes tanto? —preguntó mientras él devoraba un pan.
—Porque si comes rápido nadie te lo roba —respondió Mateo, encogiéndose de hombros—. Regla básica del Saint Ives.
Era la primera vez que una frase le sacaba una mueca de sonrisa.
Mateo se inclinó hacia ella, bajando la voz.
—Oye… ¿cómo dormiste?
—No dormí.
—¿Nada?
Valeria negó.
Mateo la observó fijamente.
—¿Y no estás cansada?
—No —contestó ella sin apartar la mirada del plato.
Mateo tragó saliva.
Ese “no” fue más alarmante que cualquier grito.
—Sombra… —dijo, usando su nuevo apodo con más seriedad—. A veces aquí, cuando llegas por primera vez, la cabeza te juega cosas raras. Sueños, pesadillas, cosas que crees que escuchas…
Valeria levantó la vista lentamente.
—No estoy escuchando cosas.
Mateo quiso preguntar algo más, pero la expresión de Valeria lo detuvo. Había algo en esa mirada… una sombra más profunda que cualquier pasillo del orfanato.
La Enfermera Vega
Las dos sesiones semanales de terapia comenzaron pronto.
La enfermera Vega era una mujer de mediana edad, con el cabello corto y rizado, gafas grandes y una sonrisa que intentaba ser cálida, aunque su mirada siempre estaba alerta.
Valeria se sentó frente a ella por primera vez sin decir una palabra.
Vega abrió su carpeta.
—Valeria, sé que lo que has pasado es muy duro. No voy a presionarte. Solo quiero que hablemos un poco.
Silencio.
—¿Quieres contarme algo sobre tu padre?
Valeria entrecerró los ojos, apenas perceptible.
—Era fuerte.
—¿Te daba miedo?
—No.
Vega anotó algo en silencio.
—¿Y sobre lo que pasó? ¿Quieres hablarlo?
Valeria la miró directamente, sin pestañear.
—Lo recuerdo todo.
—Debe ser doloroso.
—No duele —respondió ella con una frialdad que hizo a Vega detener su bolígrafo.
—Valeria… —dijo con suavidad—, es normal sentir miedo, dolor, enojo. No tienes obligación de ser fuerte todo el tiempo.
La niña inclinó la cabeza ligeramente.
—No estoy fingiendo.
La enfermera la analizó largo rato. Luego hizo una pregunta distinta:
—¿Duermes?
—No mucho.
—¿Pesadillas?
—No —mintió Valeria.
Vega sonrió. No era una sonrisa condescendiente; era la sonrisa lenta de alguien que encuentra un patrón.
—Si en algún momento escuchas o sientes “cosas”… no te asustes. El trauma puede—
Valeria la interrumpió.
—No es trauma.
Vega frunció el ceño.
—¿Entonces qué es?
Valeria bajó la mirada hacia sus manos.
—Es… la noche.
Un silencio pesado llenó el consultorio.
La enfermera Vega no supo qué hacer con esa respuesta.
Y Valeria tampoco supo cómo explicar que, para ella, la noche no era una metáfora.
Editado: 10.12.2025