El susurro de la noche

Capitulo 9

La noche había caído sobre la ciudad con esa quietud inquietante que Valeria empezaba a reconocer como una advertencia.
Calles húmedas, luces anaranjadas parpadeando, el murmullo distante de autos apresurados… y una pulsación sorda en su pecho, como un latido ajeno que se sincronizaba con el suyo.

Era su tercera semana en el orfanato.

Afuera, la vida seguía su curso.
Adentro, cada día era una rutina de gritos de niños que lloraban sin consuelo, rezos mecánicos de monjas cansadas, y pasillos húmedos con olor a desinfectante.

Pero esa noche, algo era diferente.

Valeria estaba sentada en su cama, abrazando las rodillas, mientras todas las demás niñas dormían. La luna entraba por la ventana como un ojo vigilante.
Ella no lloraba.
Ya no lloraba.

Las lágrimas se habían secado la primera semana… cuando escuchó a dos monjas hablar en la cocina.

A la niña Cruz no conviene acercarse.
Dicen que su padre era un demonio disfrazado.
Es mejor que aprenda a rezar si quiere salvarse.

Salvarse.

La palabra la había hecho sonreír en aquel entonces.

Nadie iba a salvarla.
Y ella no pensaba pedirlo.

Esa noche, mientras las niñas dormían, Valeria sintió algo extraño… un tirón en el pecho.
Como si alguien susurrara su nombre desde muy lejos.

Se levantó de la cama con pasos silenciosos.
La madera apenas crujió bajo sus pies descalzos.
Se acercó a la ventana y apoyó las manos en el marco frío.

La ciudad temblaba a lo lejos, con su ruido, su vida y su violencia.

Papá… —susurró.

Y entonces lo escuchó.

Un susurro.
Tibio.
Como un recuerdo.
Como una sombra hecha voz.

La noche no habla con palabras, Valeria…

Ella contuvo el aliento.

…habla con silencios.

Giró lentamente la cabeza hacia la puerta.

El pasillo estaba oscuro.
Pero no estaba vacío.

Lo sintió.
Una presencia.
Un movimiento contenido.
Un silencio distinto de los otros.

No era miedo.
No era frío.
Era… intención.

Algo se activó en ella, una chispa pequeña pero feroz.

Valeria abrió la puerta del dormitorio sin hacer ruido. El pasillo estaba apenas iluminado por una bombilla temblorosa. Las sombras se alargaban sobre las paredes, deformadas, nerviosas.

Caminó despacio.
Sus pies no hacían sonido.
Su respiración era imperceptible.

A mitad del pasillo, escuchó voces.
Hombres.
Dos.

—Las cajas están en el sótano. Rápido.

—¿Seguro que nadie nos vio entrar?

—Dije que rápido.

Contrabandistas.
Delincuentes de poca monta, seguramente asociados a alguien que había “donado” al orfanato para usarlo como fachada.

Un orfanato era perfecto para esconder mercancía ilegal. Nadie hacía preguntas. Nadie revisaba.

La hermana Elena solía decir:

—La policía no molesta a quienes ayudamos a los niños.

Valeria había aprendido rápido que eso significaba otra cosa:

La policía no molesta a quienes saben pagar su silencio.

Pero esa noche, esos hombres tuvieron la mala suerte de cruzarse con ella.

Había una ventana rota al final del pasillo.
Valeria se detuvo frente a un trozo grande de vidrio en el suelo.

Se inclinó.
Lo levantó con cuidado.

El reflejo de la luna brilló sobre la superficie cortante.

No sintió miedo.
Ni culpa.
Solo una quietud pura, cristalina.

Algo dentro de ella… encajó.

Como si ese pedazo de vidrio fuera la pieza que le faltaba para completar un rompecabezas que llevaba años armándose en su interior.

La voz de su padre volvió a surgir en su memoria:

“Si aprendes a escuchar el silencio… jamás te tomarán por sorpresa.”

Los hombres bajaron las escaleras hacia el sótano.

Valeria los siguió.

Descalza.
Invisible.
Letal sin saberlo.

Ellos no la escucharon.
No la vieron.

El sótano era un lugar húmedo, con olor a moho y cajas viejas. Una sola bombilla colgaba del techo, lanzando luz amarillenta en círculos imperfectos.

Los hombres estaban distraídos, revisando cajas llenas de armas envueltas en mantas. Ambas pistolas estaban sobre una mesa.

Sonrieron con satisfacción.
Estaban tan tranquilos.
Tan seguros.

Valeria caminó hacia ellos.
Su sombra se alargó detrás.

El más corpulento fue el primero en darse la vuelta.

La expresión en su rostro duró menos de un segundo.

Ella saltó hacia adelante con la precisión de un animal que jamás había dudado.
La mano pequeña, firme.
El vidrio brillando como un fragmento de luna.

El corte fue rápido.
Limpio.
Silencioso.

El hombre cayó de rodillas, con las manos sobre el cuello. Gorgoteó, incapaz de gritar.

El segundo tardó unos segundos en reaccionar. Pero fue suficiente para ella.

Se giró hacia él, respirando despacio.
Como si estuviera… disfrutándolo.

Los ojos de Valeria se oscurecieron.
Su respiración se volvió suave.
Una calma profunda la envolvió.

Se deslizó hacia él como un susurro vivo.

Cuando el hombre levantó un arma, ella ya estaba sobre él.

El vidrio se hundió en su garganta con una precisión espantosa.

El cuerpo se desplomó contra el suelo húmedo.

Silencio.

No el silencio del miedo.

El silencio de la noche.

Su silencio.

Valeria bajó el arma improvisada. Sus manos estaban manchadas de rojo, pero su respiración estaba tranquila. Demasiado tranquila para una niña de doce años.

Se llevó una mano al pecho.

Ese tirón… ese llamado.

Ahora lo entendía.

Era su propio nombre siendo pronunciado por la oscuridad.

Era la noche diciéndole:

Te estábamos esperando.

Sin saberlo, en algún punto de la ciudad, Adrian Moretti se despertó sobresaltado en su cama.




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