La mañana después de los asesinatos en el sótano amaneció con un cielo grisáceo, cargado de nubes que parecían dispuestas a caer sobre el mundo.
Valeria estaba sentada en el comedor del orfanato, con un tazón de avena fría entre las manos y una expresión perfectamente inocente.
Alrededor, los niños gritaban, reían, lloraban por tonterías. Las monjas caminaban de un lado a otro con ojos cansados, reprimiendo a unos, consolando a otros.
Todo parecía normal.
Pero no lo era.
No ese día.
La hermana Elena entró al comedor con el rostro blanco como la pared del fondo. Su respiración acelerada llamó la atención incluso de los más pequeños.
—Niñas… —dijo con voz temblorosa— regresen a sus habitaciones, por favor. Ahora mismo.
Algunas protestaron. Otras se asustaron.
Valeria simplemente se levantó, sin prisa, sin curiosidad aparente.
Pero por dentro… sonrió.
Sabía qué habían encontrado.
Sabía cómo habían gritado.
Sabía que nadie sería capaz de sospechar de una niña de doce años.
Mientras subía las escaleras, escuchó fragmentos de conversación:
—¡Dos cuerpos!
—¿Cómo entraron?
—¡No había señales de forcejeo!
—¿Y esa sangre? ¡Dios mío, esa sangre!
Valeria caminó sin voltear.
Era fascinante lo que los adultos eran incapaces de ver cuando sus miedos estaban ocupados mirando a otra parte.
Desde la ventana de su habitación, observó cómo dos patrullas policiales llegaban al orfanato. Los oficiales salieron con expresiones tensas, rodeando el edificio como si esperaran que el asesino estuviera escondido detrás de un matorral.
Ella apoyó la frente en el vidrio frío.
Idiotas, pensó.
Dos niñas más detrás de ella cuchicheaban:
—¿Crees que fue un monstruo?
—Tal vez… o un loco…
—¿Y si todavía está aquí?
Valeria entrecerró los ojos, molesta.
No fue un monstruo, quiso decirles.
Fue la noche.
Fui yo.
Pero el silencio era más cómodo.
Más seguro.
Más poderoso.
Cuando la policía terminó de revisar el sótano, llamaron a las monjas para interrogarlas. Ninguna entendía lo ocurrido.
No había puertas forzadas.
No había cámaras.
No había testigos.
Y, lo más intrigante para ellos:
las heridas eran limpias.
Precisas.
Quirúrgicas.
—Quien hizo esto sabía lo que hacía —murmuró uno de los detectives.
Valeria lo observaba desde el marco de la puerta, con los ojos muy abiertos, fingiendo curiosidad infantil.
El detective la notó.
—¿Y tú eres…?
—Valeria Cruz —respondió ella, suave, tranquila.
Él tomó nota del apellido.
—Cruz… como…
Las monjas intervinieron antes de que dijera algo imprudente.
—Es solo una niña, detective. No tiene nada que ver.
Él la observó por un segundo más.
Un segundo demasiado largo.
Valeria sostuvo su mirada sin pestañear.
Y en ese instante, algo se quebró dentro del detective.
Un leve escalofrío.
Una sensación incómoda que no supo explicar.
Apartó la mirada primero.
Ella sonrió apenas.
Ya entiendo por qué papá decía que el miedo es útil, pensó.
Aunque todavía no podía darle nombre a esa sensación…
le gustaba.
Esa noche, las luces del orfanato se apagaron más temprano de lo habitual. El silencio pesaba en los pasillos. Las monjas habían reforzado las cerraduras, revisado ventanas, recitado oraciones.
Ninguna sabría jamás que el responsable estaba durmiendo a dos habitaciones de distancia.
Valeria se acostó en su cama.
Miró el techo.
Y esperó.
Esperó a que todas las demás niñas se quedaran dormidas.
Esperó a que el edificio respirara lento.
Esperó a que la noche la envolviera.
Y entonces…
El susurro volvió.
Esa voz sin voz.
Ese llamado que ya no la asustaba.
La noche no habla con palabras…
Valeria cerró los ojos.
…habla con silencios.
Se levantó.
Caminó hacia la ventana.
El cielo estaba oscuro, casi sin estrellas.
Por primera vez desde la muerte de su padre, habló en voz alta.
—Si estás ahí… si me escuchas… enséñame.
No sabía a quién se dirigía.
A su padre, quizá.
A la oscuridad.
A sí misma.
Pero algo respondió.
Un recuerdo.
Una imagen.
La figura de su padre arrodillado junto a ella en el jardín, diciéndole:
“La noche no es tu enemigo. Es tu aliada, si sabes usarla.”
Sintió algo cálido en el pecho.
Entonces… que me use.
En la pared del dormitorio había un espejo pequeño, viejo, con manchas en los bordes. Se acercó a él.
Se observó.
Ojos oscuros.
Piel pálida.
Cabello desordenado.
Una niña.
Una niña.
Pero los ojos…
Los ojos no eran de una niña.
—Tú no vas a morir aquí —le dijo a su reflejo—. Ni vas a ser invisible.
Tocó el cristal con la punta de los dedos.
—Voy a hacer que el mundo me escuche… así sea en silencio.
Lo que Valeria no sabía era que, esa misma noche, en otra parte de la ciudad, alguien más había pronunciado su nombre.
Alguien que seguía vivo.
Alguien que también había perdido todo.
Alguien que compartía su oscuridad.
Adrian Moretti estaba sentado en el alféizar de su ventana, mirando el cielo, inquieto sin saber por qué.
Su padre hablaba por teléfono en la oficina, molesto, tenso.
Algo sobre "la hija del Cruz".
Algo sobre "piezas moviéndose demasiado rápido".
Adrian no lo sabía aún, pero el destino había comenzado a girar de nuevo.
Y cada giro los acercaba.
El silencio, en algún punto intermedio, sonrió.
Editado: 10.12.2025