El susurro de la noche

Capitulo 14

La madrugada cayó pesada y húmeda sobre la casa de los Ferrer.
Esa noche, Valeria no dormía.

No podía.

Algo estaba inquieto dentro de ella, como si un pensamiento invisible presionara desde adentro, tratando de abrirse paso.
Se sentó en su cama, respirando despacio, atenta.

La habitación estaba en penumbra.
Pero ella la veía con claridad.

Demasiada claridad.

Desde que salió del hospital, su percepción se había vuelto más fina. Podía distinguir sonidos que antes se mezclaban: el ruido lejano de un auto, las pisadas del gato del vecino, el crujido de las escaleras viejas de la casa.

Y ahora…
ahora había algo más.

Un ruido que no era un ruido.
Un impulso.
Una idea que no venía de ella, pero que tampoco era ajena.

Se levantó.
Caminó hasta la ventana.
La abrió.

El aire frío de la noche le acarició el rostro.

Y entonces lo sintió:

Un llamado.

No un sonido.
No una voz.
No palabras.

Era como si la oscuridad desplegara una mano, invitándola.

Valeria cerró los ojos y dejó que la sensación la envolviera.
Un cosquilleo suave le recorrió la columna vertebral.
Un escalofrío dulce, que no asustaba: la reconocía.

Era la misma presencia que había sentido aquella noche en el orfanato.
La misma que la protegió cuando el peligro amenazó con devorarla.

—¿Qué eres? —susurró, sin esperar respuesta.

La noche, silenciosa, pareció sonreír.

A la mañana siguiente, Lucía preparaba el desayuno con los ojos hinchados.
No había dormido.
El visitante del día anterior la había dejado preocupada, inquieta… y vigilante.

Samuel bebía café con un gesto tenso.
Había estado encerrado en el estudio más de lo normal, revisando papeles antiguos que Valeria no había alcanzado a ver.

Ella bajó las escaleras en silencio.
Ambos se giraron al mismo tiempo.

Como si se hubieran sincronizado para protegerla.

—Buenos días —dijo Valeria, tranquila.

Lucía sonrió débilmente.

—Buenos días, mi amor. Ven, siéntate. Te hice chocolate caliente.

Valeria obedeció, aunque sabía que no era chocolate lo que Lucía intentaba ofrecerle.
Era normalidad.
Era seguridad.
Era una forma de decir estamos aquí.

Mientras comían, alguien llamó a la puerta.

Samuel se puso rígido.
Caminó a abrir.

Y cuando la puerta se abrió, la tensión se convirtió en alerta pura.

El detective Martínez estaba en el umbral.

Con su gabardina gris, su expresión cansada y una mirada que era todo menos casual.

Lucía palideció.

Valeria no movió un músculo.

—Buenos días —dijo Martínez—. Sé que es temprano. Necesito hablar con ustedes… y con la niña.

Samuel cruzó los brazos.

—No tenemos más información para el caso. Pensé que ya estaba cerrado.

Martínez no retrocedió.

—Lo está —respondió—. Pero hay piezas que no encajan, y necesito confirmarlas para cerrar otros asuntos.

Mentira.

Lo que quería era mirarla de nuevo.
Necesitaba entender lo que había visto aquella vez en el pasillo del hospital.

Samuel respiró hondo.

—Valeria —dijo, sin mirarla—, cariño… ¿puedes venir?

Ella se acercó lentamente.
Martínez la observó con un estudio silencioso, como si intentara descifrar algo en su interior.

—Hola, Valeria —dijo, sin agacharse, sin intentar infantilizarla.

Eso le llamó la atención a ella.
La respetaba.
O le tenía miedo.

Ambas cosas la tranquilizaban.

—Detective —respondió ella, con la misma calma.

Martínez sacó su libreta.
La voz se le tensó un poco.

—Necesito preguntarte algo. Algo sencillo.
El hombre que vino ayer… ¿te dijo algo extraño? ¿Algo que te preocupara? ¿Algo que pueda ayudarme a…?

Valeria lo interrumpió:

—Quería asustarlos.

El detective levantó la mirada.

—¿Asustarlos?

—A mis padres. A Samuel y Lucía —corrigió, con naturalidad.

La elección de palabras fue precisa.
Deliberada.
Tierna.

Martínez lo notó.

—¿No te asustó a ti? —preguntó con suavidad.

Valeria lo miró directo.

—No.

La respuesta fue tan honesta, tan directa, tan limpia… que por un segundo el detective sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—¿Por qué no? —insistió.

Ella se encogió de hombros.

—Porque el miedo se usa solo cuando sirve. Y él… no servía.

El detective parpadeó.
Samuel y Lucía también.

Era la frase de alguien que había aprendido a sobrevivir, no a vivir.

Martínez tragó saliva.

—Valeria… —dijo lentamente—. ¿Has recordado algo nuevo sobre lo que pasó aquella noche con tus padres?

Samuel dio un paso al frente, protector.

—Detective, por favor…

Pero Valeria habló primero.

—Sí —dijo.

Todos se congelaron.

Martínez sintió cómo su corazón se aceleraba.

—¿Qué recordaste? —preguntó, intentando sonar neutral.

Valeria bajó la mirada.

—La voz de mi padre.

El detective se inclinó un poco hacia ella.

—¿Qué dijo?

Ella levantó los ojos, profundos, silenciosos, más viejos que su edad.

Y respondió:

—“No tengas miedo.”

Martínez sintió un golpe en el pecho.

Porque eso no era un recuerdo perdido.

Era un mensaje.

Un mensaje que ella todavía escuchaba.

Un mensaje que la guiaba cuando nadie más podía.

Cuando el detective se marchó, Samuel cerró la puerta despacio.
Lucía abrazó a Valeria con fuerza.

—¿Estás bien, amor? —preguntó.

Valeria asintió.

Pero en su mente, la noche susurraba.

Y ese susurro decía algo nuevo:

No estás sola.

La niña frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir? —pensó.

Y entonces lo sintió:
una presencia lejos, muy lejos, pero conectada a ella.




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