La madrugada en la ciudad se extendía como un manto denso.
Las luces de los postes parpadeaban, débiles, como si temieran iluminar la verdad escondida en las calles.
En un departamento del centro, Adrian Moretti no podía dormir.
Estaba acostado boca arriba, con los ojos clavados en el techo, sintiendo una inquietud que no lograba explicar. Era como si algo lo jalara desde muy lejos. Algo suave… pero constante.
Algo que no lo soltaba.
Terminó por levantarse.
Caminó descalzo hasta la ventana y la abrió.
El aire frío golpeó su piel.
Y entonces, sin previo aviso, sucedió.
Una imagen.
Un destello.
Un fragmento de memoria enterrado bajo años de trauma infantil.
Una niña.
Cabello oscuro.
Mirada profunda.
Manos pequeñas sujetando las suyas mientras ambos corrían por un pasillo iluminado, riendo, sin miedo al mundo.
—“Vamos, Adrian, eres lento.”
La voz era clara.
Demasiado clara.
Adrian retrocedió un paso, sorprendido.
—¿Qué…? —susurró— ¿Quién eres?
La imagen se desvaneció al instante, como si la memoria se hubiera asustado de su propia salida al mundo.
Pero el nombre quedó flotando en su mente sin que él supiera de dónde venía:
Valeria.
Su corazón dio un vuelco.
—¿Quién diablos es Valeria? —murmuró, inquieto.
No sabía por qué, pero sintió un tirón en el pecho.
No dolor.
No miedo.
Una especie de… reconocimiento.
Como si algo importante acabara de encenderse en su interior.
Mientras tanto, esa misma noche, al otro lado de la ciudad, en su habitación oscura, Valeria Ferrer también estaba despierta.
Había tenido un sueño extraño.
Ella caminaba por un pasillo blanco.
Y alguien la llamaba.
Un niño.
De ojos intensos.
De cabello revuelto.
Que reía mientras corría hacia ella.
—“Val… vamos, ven.”
Cuando ella extendía la mano para tocarlo, el sueño se desmoronaba como ceniza.
Y entonces despertaba con el corazón latiendo demasiado rápido.
Valeria se sentó en la cama, respirando hondo.
Su pulso estaba acelerado de una manera que no comprendía.
—¿Quién eres…? —susurró.
Se llevó la mano al pecho.
Y sintió algo que la dejó helada.
No estaba sola.
Había… otra presencia.
Una energía lejana, inquieta.
Una que latía en sincronía con la suya.
No era la noche.
No era su padre.
Era algo distinto.
Algo vivo.
Algo que la buscaba.
Se abrazó las rodillas, tratando de entender.
La noche susurró suavemente a su alrededor, envolviéndola como una manta.
Y en ese susurro… un nombre.
Adrian.
Valeria abrió los ojos, sorprendida.
Ese nombre no era suyo.
Nunca lo había escuchado.
Nunca lo había dicho.
Pero la noche se lo entregaba como una llave.
A la mañana siguiente, mientras Lucía preparaba el desayuno, Valeria estaba… rara.
No triste.
No asustada.
Solo… silenciosa.
Más de lo normal.
Samuel la observaba desde la mesa.
—¿Lo que pasó ayer te afectó? —preguntó con suavidad.
Valeria negó.
—No. Estoy pensando.
—¿En qué?
Ella dudó.
Nunca dudaba.
—En un sueño.
Samuel intercambió una mirada con Lucía, preocupados, pero no la presionaron.
Valeria tomó su taza.
Sus dedos estaban fríos como hielo.
—¿Ustedes creen que uno… puede recordar algo que olvidó sin saber que lo olvidó? —preguntó, sin levantar la mirada.
Lucía sonrió con ternura, acariciándole el cabello.
—Claro que sí, mi amor. La mente es extraña. A veces guarda cosas hasta que estamos listos para verlas.
Valeria asintió, pensativa.
Si eso era verdad…
¿por qué se sentía lista ahora?
¿Y por qué ese niño —ese tal Adrian— la hacía sentir un calor extraño en el pecho?
En otro punto de la ciudad, el detective Martínez revisaba los audios de la llamada que había recibido la noche anterior.
Una voz distorsionada.
Modulada.
Imposible de rastrear.
—“La niña Cruz está viva.”
Martínez apretó los dientes.
—Ya lo sé.
—“Entonces también sabes que no debió sobrevivir.”
El corazón del detective se detuvo por un segundo.
—¿Qué demonios quieres decir con eso?
Una risa baja, como un murmullo podrido, respondió.
—“Alguien está interesado en terminar el trabajo.”
Y la llamada se cortó.
Martínez golpeó el escritorio con el puño.
—¿Por qué una niña? —gruñó.
Pero en el fondo… ya tenía la respuesta.
Porque esa niña había visto algo.
O sabía algo.
O era algo.
Y alguien, en algún rincón oscuro del mundo, la quería muerta.
Esa misma noche, mientras todos dormían, un auto negro se detuvo frente a la casa de los Ferrer.
Las luces apagadas.
El motor ronroneando apenas.
En el interior, dos hombres observaban la casa en silencio.
—¿Es ella? —preguntó el más joven.
El mayor encendió un cigarrillo.
—Sí. La hija del Cruz.
La única que queda.
El joven se estremeció.
—¿No es solo una niña?
El mayor lo miró de reojo, serio.
—Nunca subestimes la sangre de los Cruz.
Mucho menos a esa niña.
El joven tragó saliva.
—¿Qué hacemos?
El hombre mayor sonrió con una mueca torcida, expulsando el humo por la ventanilla.
—Esperar la señal.
El jefe quiere hacerlo… limpio.
Ambos se quedaron observando la casa, inmóviles como depredadores al acecho.
Sin saber que, en la habitación del segundo piso, una niña de mirada profunda se incorporaba lentamente en la oscuridad.
No porque los hubiera oído.
Sino porque los había sentido.
Como un eco.
Editado: 10.12.2025