El susurro de la noche

Capitulo 19

La estación vieja parecía abandonada desde hacía décadas. Sus muros estaban cubiertos de grafitis desteñidos, las lámparas habían muerto hacía mucho, y el aire olía a polvo húmedo y a historias olvidadas. Valeria cruzó la verja rota sin hacer ruido, avanzando con paso firme, pero con cada sentido alerta.

La noche, esa eterna compañera, parecía distinta allí. No susurraba—respiraba. Como si el lugar fuese un pulmón oscuro que exhalaba sombras.

“Ven sola”, habían dicho.

Por supuesto no lo haría. Pero tampoco cometería el error de llevar a Adrian. En su lugar, confiaba en otras habilidades: el sigilo, su instinto, y esa extraña afinidad con la oscuridad que siempre la había acompañado.

La estación se abría ante ella como una boca que esperaba ser llenada por su presencia. Bajó las escaleras lentamente, tanteando el aire. A mitad del descenso, la luz de su linterna parpadeó.

Valeria suspiró.

—No empieces con estupideces ahora…

La luz murió.

Entonces lo escuchó: pasos. No un grupo. Solo uno. Firme. Sin prisa.

Valeria no levantó el arma de inmediato.

—Ya sé que estás ahí —dijo en voz alta, sin miedo—. Si querías sorprenderme, vas perdiendo puntos.

Una risa suave resonó desde la penumbra.

—Nunca fue mi intención sorprenderte, Valeria Cruz.

Una silueta emergió desde la plataforma inferior. No era el hombre de la máscara. No llevaba arma visible. Era delgado, vestido con un abrigo largo y oscuro. Parecía más un profesor universitario que un asesino.

Pero sus ojos… sus ojos no pertenecían a nadie normal.

Eran demasiado tranquilos.
Demasiado conscientes.
Demasiado sabios.

Valeria levantó el arma.

—Habla. —Su voz era un filo perfecto—. ¿Quién eres?

El hombre levantó las manos, no en señal de rendición, sino de paciencia.

—Un intermediario. Mi nombre no importa. Solo importa el mensaje.

—¿Otro mensajero? ¿Otro teatrero como el de la fábrica? —bufó Valeria—. Empiezo a pensar que esta organización tiene un fetiche por los monólogos dramáticos.

Él sonrió, apenas.

—El hombre de la máscara fue… impulsivo. Yo soy lo que viene cuando algo se vuelve realmente serio.

Valeria apretó el gatillo, lista para disparar si era necesario.

—¿Qué es lo que quieren?

El hombre inclinó la cabeza.

—Queremos un equilibrio. Eso que tu padre rompió.

La respiración de Valeria se detuvo un segundo.

—Mi padre no rompió nada. Lo único que hizo fue protegerme.

—No, Valeria. —El hombre no retrocedió ante la dureza de su tono—. Lo que hizo fue escoger. Y cada elección trae consecuencias.

El susurro de la noche se arremolinó a su alrededor como un viento silencioso, inquieto.

—¿Qué escogió? —preguntó ella, con voz baja.

—Escogió traicionarnos.

Valeria apretó los dientes.

—Mi padre no traicionaba. Mi padre era leal a quienes eran leales a él.

—Exacto —respondió el hombre—. Y ahí está la raíz del problema. Nosotros no éramos leales a él. Éramos… necesarios. Pero él nos desafió. Y nadie desafía al susurro que gobierna la noche.

Valeria bajó lentamente el arma, no por miedo, sino por la furia que empezaba a arderle en los dedos.

—Si viniste a confesar que tú o tus amigos lo mataron, no tienes por qué seguir hablando. Ya estás muerto.

—No. —El hombre negó suavemente—. No viniste aquí por confesiones. Viniste por respuestas.

La garganta de Valeria se tensó.

—Dámelas.

El hombre dio un paso hacia ella, sin miedo.

—Tu padre descubrió algo. Algo que no debía saber. Algo que no debía existir fuera de nuestras sombras. Cuando supo la verdad, tomó una decisión. Decidió protegerte por encima de todo. Incluso por encima de nosotras.

Ella no parpadeó.

—¿Nosotras?

El hombre sonrió de nuevo. Esa sonrisa no tenía nada humano.

—La noche no es un concepto, Valeria. Es una organización.
Una familia.
Una ley.

Ella retrocedió un paso. No por temor: por sorpresa.

El hombre alzó la mano y, con el dedo, dibujó en el aire el mismo símbolo grabado en la fábrica: tres líneas cruzando un círculo.

—Esto no es un emblema —continuó—. Es una advertencia. Tu padre había sido marcado. Y tú lo has sido desde que naciste.

Un silencio de plomo cayó entre ambos.
Valeria lo rompió.

—¿Por qué yo?

—Porque eres la llave —respondió él, sin titubeos—. Porque heredaste lo único que él no pudo destruir.

Ella frunció el ceño.

—¿Qué?

El hombre respiró hondo.

—La sangre.

La noche susurró justo detrás de ella.
Valeria se giró.
No había nadie.

Cuando volvió a ver al hombre…

Él estaba demasiado cerca.

—Tu sangre pertenece a nosotras. A la noche. A la misma sombra que tu padre traicionó.

Valeria retrocedió dos pasos.

—No pertenezco a nadie.

—No todavía —respondió él—. Pero pronto tendrás que elegir. Igual que él.

Ella levantó el arma otra vez.

—Mi elección está clara. No me interesa nada de ustedes.

El hombre suspiró con cierta tristeza.

—Entonces temo que no saldrás de esta estación caminando.

La noche se espesó.
El aire tembló.

Y entonces lo escuchó: pasos rápidos detrás de ella.

—¡Valeria!

Adrian.

Ella se giró, atónita, furiosa.

—¿Qué haces aquí?

—¿Creías que iba a dejarte venir sola? —gritó él, bajando por las escaleras.

El hombre levantó la mano, calmado.

—Un error, joven Moretti. Ella debía venir sola.

Adrian apuntó su arma.

—Pues mala suerte. Yo no juego según sus reglas.

El hombre inclinó la cabeza y entonces…

La estación vibró.
Las luces muertas parpadearon.
El aire se densificó como si algo estuviera despertando.

Valeria lo sintió antes de verlo: un sonido profundo, gutural, como un latido gigantesco bajo el suelo.

El hombre dio un paso atrás, satisfecho.




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