El tiempo pareció detenerse en esa oficina iluminada apenas por la lámpara de escritorio. La figura de Marco Santillán, viva y respirando frente a ellos, rompía años de certezas, mitos, silencios y tumbas cerradas.
Valeria sintió que su respiración se volvía una línea tensa, afilada como un hilo de acero.
Adrián apuntaba directo al centro del pecho del hombre.
—Ni se te ocurra moverte —advirtió con voz grave.
Pero Santillán solo sonrió, apoyando las manos sobre los brazos del sillón, completamente tranquilo.
—Si quisiera matarlos, muchachos, no estaríamos teniendo esta conversación —dijo, cruzando una pierna sobre la otra—. Créeme.
Ese tono… ese maldito tono. Valeria lo recordaba de su infancia, cuando él visitaba a su padre y la saludaba con un “hola, pequeña” que sonaba demasiado amable para un hombre que vivía entre balas.
Solo que ahora ya no era una niña.
Ahora era la cazadora.
Y él lo sabía.
—Habla —ordenó Valeria, ajustando la postura, la mano lista para llegar al arma oculta bajo su abrigo—. Explica por qué fingiste tu muerte… y por qué arruinaste la vida de mi familia.
—Tu familia arruinó la mía primero —respondió él, sin un atisbo de vacilación.
La frase cayó como una bomba silenciosa.
Valeria frunció los labios, confundida.
—¿Qué estás diciendo?
Santillán se inclinó hacia adelante, apoyando las manos en la mesa. La luz amarillenta marcó las arrugas de su rostro, unas profundas, otras recientes, todas cargadas de historia.
—Arturo Torres —dijo con un tono casi reverente—. Tu padre. Fue un gran hombre… pero también fue un idiota.
El corazón de Valeria dio un vuelco, una mezcla de rabia y nostalgia que casi la descoloca.
—No vuelvas a—
—Escucha antes de disparar —interrumpió Santillán, levantando una mano—. Te conviene más de lo que crees.
Adrián apretó los dientes.
—Tienes diez segundos para decir algo que valga la pena.
Santillán lo ignoró y su mirada volvió a Valeria, como si Adrián fuera un ruido de fondo.
Como si todo eso fuera entre ellos dos.
UNA VERDAD PULIDA A SANGRE
—Hace diecisiete años —comenzó—, Arturo decidió hacer algo impensable: salir del negocio. Quería darte un futuro. Quería una vida limpia para ti. Pero eso significaba cortar alianzas… alianzas que no aceptaron su decisión.
Valeria sintió un escalofrío recorrerle la columna.
—Mi padre jamás habría expuesto a su gente —dijo ella.
—Y no lo hizo —respondió Santillán, con una sombra de tristeza en los ojos—. Por eso, para protegerlos, eligió un método extremo: culparme a mí.
Un silencio brutal cayó sobre la habitación.
Valeria parpadeó.
—Eso es mentira.
—No lo es —susurró él—. Arturo necesitaba un chivo expiatorio, alguien “traidor” para culpar de un supuesto robo interno. Así, los enemigos se distraerían buscándome a mí… mientras él escapaba con ustedes.
Valeria sintió que el piso se movía bajo sus pies.
—Eso no tiene sentido. Mi padre nunca habría hecho algo tan… —su voz se quebró—. Tan injusto.
—Lo hizo para salvarte —respondió Santillán, clavando en ella una mirada cargada de algo parecido a compasión—. Para que crecieras sin el fantasma de la mafia persiguiéndote. Para que tuvieras una vida normal.
Adrián negó con la cabeza, desconfiado.
—Si eso fuera cierto, ¿por qué murieron? ¿Por qué la masacre?
La expresión de Santillán se endureció como piedra.
—Porque alguien dentro del clan descubrió la verdad antes de tiempo. Alguien muy cercano. Alguien a quien Arturo jamás habría sospechado.
—¿Quién? —preguntó Valeria, la voz convertida en un hilo afilado de tensión.
Santillán respiró hondo.
—Tu tío Iván.
El aire se congeló.
El nombre cayó como el rugido de una tormenta ancestral.
—Eso es imposible —dijo Valeria, retrocediendo un paso—. Iván era leal. Crecí llamándolo tío… Se suponía que él…
—Él era ambicioso —lo cortó Marco—. Y no soportó que Arturo decidiera abandonar todo. Lo consideró un acto de traición al clan. Así que negoció su muerte… y la tuya.
Valeria sintió cómo una corriente helada le recorría el pecho, como si de pronto se le hubieran abierto viejas cicatrices, demasiado profundas para sanar.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó con un temblor apenas perceptible.
—Porque yo estaba allí —respondió él, inclinándose hacia ella—. Oí la conversación. Iván pensaba que yo estaba muerto… pero no lo suficiente.
Adrián maldijo en voz baja.
—¿Por qué no fuiste a la policía? —exigió.
Santillán soltó una carcajada amarga.
—¿La policía? En aquel entonces, media fuerza pertenecía a Iván. Y la otra media a sus aliados. Si me presentaba con vida, no iba a durar ni una noche.
Valeria tragó saliva. La mano le tembló ligeramente. No de miedo… sino de puro, devastador anticipo del odio.
EL GIRO FINAL
—¿Y por qué dices que yo debía morir? —preguntó Valeria, y la pregunta quedó flotando como veneno en el aire.
—Porque tú —respondió él con calma— eras la única razón por la que Arturo quería abandonar todo. Si tú desaparecías… él habría seguido al mando. Y eso habría mantenido a todos en su lugar. Eso pensó Iván.
Valeria sintió un nudo en la garganta. Adrián dio un paso hacia ella, como si temiera que pudiera romperse en cualquier momento.
—Pero no morí —susurró Valeria.
—No —asintió Santillán—. Porque tu padre dio su vida para sacarte de esa casa. Y yo terminé el trabajo.
Ella lo miró, desconcertada.
—¿Qué trabajo?
—Fui yo —dijo Marco, con voz baja— quien te sacó envuelta en una manta y te dejó en un auto que huyó antes de que llegaran los hombres de Iván.
El mundo se volvió un zumbido sordo.
Valeria necesitó varios segundos para conectar lo que había escuchado.
Marco Santillán.
El supuesto traidor.
El hombre más odiado de su infancia.
Había sido quien la salvó.
Editado: 10.12.2025