La ciudad dormía bajo un manto de neón intermitente, aunque el insomnio parecía extenderse por sus calles como un humo lento. Valeria y Adrián caminaron durante varias cuadras sin hablar, ambos aún con la adrenalina de la emboscada respirando dentro de la piel.
El silencio entre ellos no era incómodo.
Era espeso.
Tenso.
Como si cada uno intentara procesar la magnitud de lo que acababan de descubrir.
Finalmente, cuando doblaron hacia una calle menos transitada, Adrián rompió el silencio.
—¿A dónde vamos?
Valeria no se detuvo.
—A casa.
Él arqueó una ceja.
—¿A tu departamento?
—No —respondió—. A la casa donde crecí.
Adrián se frenó en seco.
—Valeria…
—Necesito verlo —dijo ella sin volver la vista—. Necesito recordar lo que no quiero recordar. Porque ahí está la verdad.
—Podemos ir en otro momento —insistió Adrián—. Estás agotada, herida y—
—No estoy herida —lo interrumpió ella, aunque la sangre seca en su clavícula decía otra cosa.
Él la alcanzó y le sujetó el brazo.
—Te estoy diciendo esto como alguien que te conoce desde que teníamos cinco años: no estás en condiciones de enfrentarte a recuerdos que has enterrado durante más de una década.
Valeria lo miró con ojos encendidos.
—Precisamente por eso tengo que hacerlo ahora.
Adrián suspiró profundamente. Sabía que no podía detenerla. Podía acompañarla o dejar que fuera sola. Y en ese segundo, la decisión fue obvia.
—Entonces vamos juntos.
Ella no dijo nada, pero el leve temblor que recorrió su mano cuando él la sostuvo significó más que cualquier agradecimiento.
LA CASA ABANDONADA
El trayecto no fue largo, pero sí pesado. A cada paso, Valeria sentía que algo tiraba de su pecho, como cuerdas hechas de memorias.
Cuando llegaron al barrio, un escalofrío subió por la espalda de ambos.
La casa estaba ahí, tal como Valeria la recordaba… pero cubierta por el tiempo.
Un portón oxidado.
El jardín consumido por las malas hierbas.
Ventanas tapiadas.
Tejas rotas.
Paredes que alguna vez fueron blancas y ahora eran solo un fantasma descascarado.
—Pensé que la habían demolido —dijo Adrián en voz baja.
—Mi padre la puso a nombre de alguien que nunca conocí —respondió Valeria—. Supongo que Iván no quería que nadie más tuviera acceso.
Se acercó al portón y lo empujó. El metal chirrió como si se quejara tras años de silencio.
Adrián observó su perfil y notó cómo sus manos temblaban sutilmente.
—Valeria… no tenemos que entrar.
—Sí, tenemos que hacerlo.
La puerta principal estaba entreabierta, como si alguien la hubiera forzado hacía tiempo. O como si esperara que Valeria regresara.
Ella cruzó el umbral.
Adrián entró detrás de ella.
Un olor a polvo y humedad los envolvió.
El eco de sus pasos resonó en el suelo de madera hueca.
La sala estaba cubierta por mantas raídas y muebles consumidos por el abandono.
Valeria avanzó despacio.
—Aquí… —susurró—. Aquí estaba el sillón donde mi padre se dormía viendo televisión… y aquí mi madre me enseñó a caminar…
Se agachó, acariciando el piso cubierto por una capa espesa de polvo.
—¿Crees que recordar esto te ayudará? —preguntó Adrián con suavidad.
—No lo sé… pero es lo único que puedo hacer.
Ella siguió avanzando, guiada por un instinto antiguo.
Pasaron por el comedor, la cocina y finalmente subieron las escaleras hacia las habitaciones. Cada peldaño crujía como si protestara por cargar de nuevo con fantasmas.
Cuando llegaron al pasillo superior, Valeria se detuvo frente a una puerta.
La puerta de su habitación infantil.
La tocó con la punta de los dedos.
Tembló.
Y la abrió.
EL CUARTO QUE EL TIEMPO OLVIDÓ
La habitación estaba casi intacta.
Alguien la había cerrado antes de que el caos consumiera la casa.
Las paredes rosadas, descoloridas pero reconocibles.
La cama pequeña.
Un peluche viejo tirado en el rincón.
Un cuadro torcido.
Un escritorio diminuto lleno de dibujos y papeles amarillentos.
Adrián se quedó atrás, dándole espacio.
Valeria entró con pasos lentos y acarició la cabecera de la cama.
—Aquí me escondí esa noche —susurró—. Debajo de la cama… cuando escuché los gritos.
Se arrodilló y miró debajo. El polvo formaba nubes diminutas ante su movimiento.
Había un pequeño cofre de madera.
Valeria lo sacó, temblando.
—No puede ser…
—¿Lo recuerdas? —preguntó Adrián.
—No —admitió—. Pero… siento que debería.
Lo abrió.
Dentro había:
Una pequeña libreta.
Un collar con un dije.
Y una foto doblada.
El corazón de Valeria empezó a golpearle el pecho como un martillo.
—Déjame verla —pidió Adrián con suavidad.
Ella negó.
Tomó la foto con mano temblorosa y la desplegó.
Sus ojos se abrieron.
La respiración se le cortó.
La foto mostraba a su padre… abrazado con alguien que NO recordaba.
Un hombre joven. De cabello oscuro. Mirada astuta.
Y detrás, como si estuviera intentando no salir en la foto… un tercero.
Su tío Iván.
Adrián se acercó.
—¿Quién es?
Valeria tragó saliva.
—El hombre al lado de mi padre… no lo reconozco.
—¿Crees que era un socio? ¿Un amigo?
Valeria negó lentamente.
—No… siento que fue más que eso. Mi padre confiaba en él.
Sus dedos tocaron la réplica del dije.
—Este collar es idéntico al que llevo desde niña —murmuró.
—¿Qué significa?
Valeria lo apretó fuerte, como si intentara extraer respuestas de un recuerdo roto.
—No lo sé —susurró—. Pero este hombre… quien sea… estuvo aquí. En mi vida. Y mi mente lo borró.
Adrián la miró con creciente preocupación.
—Valeria… ¿crees que alguien pudo manipular tus recuerdos?
Editado: 10.12.2025