El susurro de la noche

Capitulo 25

La noche había caído sobre la ciudad con una pesadez casi física, como si cada sombra escondiera un secreto dispuesto a devorar a quien lo mirara demasiado tiempo. En el loft, las luces estaban apagadas a excepción de un par de lámparas de tonos cálidos que intentaban sin éxito suavizar el ambiente cargado.
Valeria observaba el expediente abierto sobre la mesa. Sus dedos se cerraban en un puño, luego se abrían, luego volvían a cerrarse. Un movimiento mecánico. Automático. Un eco de la tensión que estaba mordiéndole el interior.

El nombre Marco Valeri aparecía en varias páginas, subrayado, remarcado, escrito en anotaciones, en fotografías escaneadas y copias de correos filtrados. Cada letra ardía como si la mirara desde el papel con la misma expresión de aquella noche en que la visitó en el orfanato. Aquella sonrisa que ella confundió con consuelo y resultó ser veneno.

Damián estaba sentado en el sofá, observándola. No la interrumpía, no hablaba. Él sabía que cuando Valeria entraba en ese tipo de silencio, no era por falta de palabras… sino porque estaba intentando contenerlas para que no se convirtieran en armas contra quien no se lo merecía.

Ella pasó la página. Otra vez el mismo nombre.

—Es absurdo —murmuró, casi sin voz—. Él era… casi un tío para mí. Estuvo en mi cumpleaños número seis. Me regaló una bicicleta amarilla. Yo pensaba que era el adulto más amable de todos los que rodeaban a mi padre. Nunca levantó la voz. Nunca… —se detuvo, tragando aire como si este doliera—. Nunca pensé que fuera capaz de algo así.

—El problema de las máscaras es que se adaptan a la cara —respondió Damián con un tono suave, sin juicio—. Hay gente que nace para usar una. Y nunca se las quita. Ni siquiera cuando duermen.

Valeria cerró el expediente de golpe. El sonido retumbó demasiado fuerte, como un disparo.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que acepte que toda mi vida estuvo construida sobre mentiras? ¿Que el hombre que me enseñó a amarrarme los cordones planeó cómo matar a mi padre? ¿Que me vigiló desde la oscuridad mientras yo vivía entre niños que ni siquiera recordaban mi nombre?

Damián se levantó.

Caminó hacia ella.

La mirada de Valeria era un incendio. Una mezcla peligrosa de rabia, incredulidad y un dolor tan antiguo que parecía escrito en sus huesos.

—No quiero que aceptes nada —dijo él—. Pero sí quiero que entiendas que no fue tu culpa. Ni lo que pasó. Ni lo que te ocultaron. Ni lo que te arrancaron.

Valeria apretó los dientes.

—Me mintieron toda la vida, Damián. Todos. Hasta mi padre. Él sabía que existía alguien moviendo los hilos. Lo sabía. Y no me dijo nada.

—Tu padre intentó protegerte.

—¿Protegerme de qué? ¡De la verdad!

—De la verdad que te habría destruido con ocho años —respondió él con una firmeza que buscaba sostenerla—. Y que ahora solo te está quebrando un poco. No estás rota, Valeria. Solo estás… enfrentándote con lo que te arrebataron.

Ella tembló. No un temblor dramático. No un temblor vulnerable. Un temblor contenido, casi imperceptible.
Un temblor que solo alguien que la conociera muy profundamente podría notar.

Damián sí lo notó.

Se acercó más, despacio, como si ella fuera una criatura salvaje herida que podía atacar por reflejo.

Valeria mantuvo la mirada clavada en la mesa.

—Marco… ¿por qué? —susurró, la voz quebrada de forma apenas audible—. ¿Qué ganaba? Mi padre confió en él. Le dio todo. Lo trató como a un hermano.

Damián suspiró.

—Las traiciones más profundas siempre vienen de la familia que no es de sangre.

Ella cerró los ojos.

Y por un instante, la mujer fría, inteligente, invencible que caminaba en tacones sobre cadáveres desapareció.
Por un instante, volvió a ser la niña con el vestido azul, cubierta de polvo, llorando en el orfanato mientras esperaba a un adulto que nunca regresó.

Damián no la tocó todavía.

Solo dijo:

—Ven aquí.

Valeria abrió los ojos lentamente.

Él extendió una mano. No exigía. No forzaba. Solo la invitaba.

Valeria dudó. Su orgullo siempre era una barrera, un muro erigido para que nadie la descubriera frágil. Pero esta vez no tenía fuerzas para levantar ese muro.

Lo tomó de la mano.

Damián tiró de ella con suavidad, acercándola a su pecho. Valeria apoyó la frente en él, cerró los ojos y respiró. No lloró. Ni siquiera tembló. Pero el modo en que agarró la camisa de Damián con sus dedos era suficiente para decirlo todo.

Él la abrazó. No con urgencia. No con pasión ni dramatismo. La abrazó como si fuera un espacio seguro, un refugio que había estado ahí para ella incluso antes de que ella lo aceptara.

—No estás sola —murmuró él, acariciándole la espalda—. Estoy contigo. Y vamos a descubrir por qué Marco hizo lo que hizo.

Valeria se separó un poco, lo justo para mirarlo a los ojos.

—¿Y si no me gusta la verdad?

Damián sonrió con esa calma que le hacía parecer que podía cargar al mundo sin que se le moviera un músculo.

—La verdad nunca gusta. Pero siempre libera.

Ella respiró hondo.

—Está bien. —Tragó firmeza—. Entonces mañana iremos a ver a la única persona que puede darnos el resto de la historia.

Damián frunció el ceño.

—¿Quién?

Los ojos de Valeria brillaron con cierta oscuridad.

—A mi madrina. La mujer que sabía más sobre mi padre que nadie. Y la única a la que Marco nunca pudo manipular del todo.

Damián asintió.

—Perfecto. Vamos juntos.

Valeria bajó la mirada.

—Damián…

—¿Sí?

—Gracias.

Él sonrió como quien acaba de ganar una batalla que nadie más vio.

—Para eso estoy. Para sostenerte cuando quieras romperle la cara a alguien.

Ella sonrió un poco, apenas.

—Prométeme algo —pidió—. Que no te irás. Ni ahora ni cuando descubramos la verdad.

Damián se acercó más, casi rozándola.

—Valeria… ni una guerra, ni un secreto, ni el mismísimo Marco Valeri me van a sacar de tu lado.




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