El amanecer no trajo alivio.
Las primeras luces del día apenas teñían el cielo de un gris pálido mientras Valeria terminaba de abotonarse la blusa frente al espejo. Su reflejo mostraba una calma engañosa: labios tensos, ojos afilados, el cabello recogido en una coleta firme que decía “hoy no me quiebro”.
Damián la observaba desde el marco de la puerta con una taza de café en la mano. La miraba como quien contempla un arma preciosa recién pulida.
—Estás temblando —observó él.
Valeria no apartó la mirada del espejo.
—Es la cafeína.
—Mentira. No has tomado ni un sorbo.
Ella suspiró y se volvió hacia él.
—No es miedo —admitió—. Es… anticipación. Mi madrina nunca fue una mujer fácil. Tiene un temperamento capaz de aterrar a media ciudad. Y si sabe que estoy investigando la muerte de mi padre, va a reaccionar.
Damián arqueó una ceja.
—¿Reaccionar cómo? ¿Con regaños? ¿Gritos? ¿Una chancla? Porque honestamente eso puedo manejarlo.
Valeria lo miró con gravedad.
—No, Damián. Mi madrina no grita. No regaña. No golpea. Ella… actúa.
Él se enderezó.
—¿Actúa cómo?
—Cortando todo lo que considere peligroso. Personas, vínculos, alianzas. No le tiembla la mano para desaparecer a alguien si cree que es necesario.
Damián dejó la taza en la mesa.
—Perfecto. Entonces hablemos con ella antes de que decida que tú eres un riesgo.
Valeria sonrió apenas.
—Esa es la idea.
El camino hacia la verdad
El trayecto hacia la casa de la madrina fue silencioso.
Valeria conducía, pero su mente estaba lejos. Cada calle por la que pasaban tenía ecos de su infancia: un parque donde había jugado, un mercado donde había corrido con Milo entre risas, una esquina donde su padre la cargó en brazos después de escaparse del coche.
Pequeño mosaico de una vida arrancada.
Cuando doblaron hacia el barrio privado donde vivía su madrina, las rejas negras se elevaron como una advertencia. El guardia los dejó pasar sin una palabra, reconociendo el apellido que Valeria dio en voz baja.
La casa estaba al final. Una mansión elegante, construida en piedra clara, rodeada de cipreses altos que la escondían del resto del mundo. Tenía un aura solemne, casi intimidante.
Damián silbó.
—Bonito… y aterrador. Como tú.
—Cállate —murmuró Valeria sin verdadera molestia.
Se bajaron del auto.
Cuando llegaron a la puerta, Valeria respiró hondo. Golpeó tres veces. Un código que no usaba desde los nueve años.
El sonido de un candado, luego pasos. Lentos. Firmes.
La puerta se abrió.
Y ahí estaba ella.
La madrina
Luciana Rinaldi.
El nombre que a muchos les provocaba respeto, a otros miedo, y a muy pocos afecto.
Una mujer de unos cincuenta y cinco años, con un rostro imponente, ojos oscuros como pozos profundos y un cabello plateado recogido en un moño elegante. Su postura era perfecta. Su mirada, afilada como un bisturí.
—Valeria. —Su voz sonaba igual que antes: suave, pero cargada de una autoridad implacable—. Finalmente decidiste regresar.
Valeria tragó.
—Madrina.
Luciana la examinó con una minuciosidad quirúrgica. Luego sus ojos se deslizaron hacia Damián.
—Y traes compañía. Qué sorpresa.
—Damián Villanova —dijo él, extendiendo la mano.
Luciana no la tomó. Solo lo miró y asintió levemente.
—El heredero del clan Villanova. Tu padre tenía un concepto muy claro de esa familia.
Valeria tensó los labios.
—Estoy aquí para hablar contigo, madrina. No sobre mi padre. Sobre lo que le hicieron.
Luciana entrecerró los ojos, pero se hizo a un lado.
—Pasen.
El salón del pasado
El interior de la mansión era elegante pero frío. Paredes cubiertas de cuadros antiguos, muebles oscuros, grandes ventanales que dejaban entrar la luz tenue. Había olor a incienso, a madera antigua, a cosas que se conservan intactas aunque el tiempo pase.
Se sentaron frente a Luciana en un salón silencioso.
Ella los observó como si pudiera leerlos.
—Dime, Valeria —habló al fin—. ¿Qué buscas aquí?
—La verdad —respondió ella sin rodeos—. Sobre mi padre. Sobre lo que pasó. Sobre Marco.
Luciana no reaccionó al nombre, pero su mirada sí cambió. Fue un cambio mínimo, casi imperceptible. Pero Valeria lo vio.
—Así que ya lo sabes —dijo la madrina.
Valeria apoyó las manos en sus rodillas.
—Quiero que me digas todo lo que sabes. Todo lo que él no quiso decirme.
Luciana suspiró. Un suspiro cansado. Antiguo.
—Tu padre te amaba. Esa es la parte más importante. Más de lo que amó a cualquiera. Incluso más de lo que me amó a mí.
Valeria sintió un latido extraño en el pecho.
—¿A ti?
Luciana inclinó la cabeza.
—Fui su amante durante muchos años. Antes de que nacieras. Antes de que él conociera a tu madre.
El silencio se espesó.
Valeria no supo qué decir.
Luciana continuó:
—Cuando tu madre murió, yo regresé a su vida. No como pareja, sino como consejera. Como aliada. Como alguien en quien confiaba más que en su propio clan. Y por eso, Valeria, yo sabía cosas que tú no sabías. Cosas que él no quería que supieras.
Damián intervino despacio.
—¿Cosas como… que Marco Valeri lo traicionó?
Luciana clavó los ojos en él.
—Ese hombre… —murmuró— no merece que pronuncien su nombre en esta casa.
Valeria sintió un escalofrío.
—¿Qué pasó, madrina? ¿Por qué lo hizo?
La mujer apoyó las manos en el regazo.
—Porque tu padre descubrió algo. Algo… demasiado grande. No era una pelea entre mafiosos, Valeria. No era un ajuste de cuentas ni un ataque de poder. Marco no actuó solo. Él solo fue el primer eslabón. Quien movía los hilos… era otro. Un espectro. Una sombra que se infiltró en varios clanes a la vez.
Valeria abrió los ojos, sorprendida.
Editado: 10.12.2025