La primera hora en el bunker no fue planeación. Fue silencio.
De esos silencios densos, que no están vacíos sino llenos de pensamientos que compiten entre sí, chocan, hieren, se enredan y vuelven a empezar.
Valeria se quedó sentada en el borde de la mesa metálica, sosteniendo el cuaderno entre las manos. No lo abría todavía. Solo lo sentía, como si el objeto pudiera latir, como si fuera una extensión de su propio pulso.
Damián caminaba de un lado a otro, revisando armas, cargadores, dispositivos, cuchillos, micrófonos, ropa negra y guantes tácticos. Su expresión era la de un cazador en movimiento: concentración absoluta, rabia contenida, y en su mirada, un miedo casi imperceptible que solo alguien que lo conociera bien podía ver.
Ella.
Ella podía verlo.
“No quiero perderte.”
Finalmente, Valeria rompió el silencio.
—Damián.
Él se detuvo en seco, como si su nombre fuese un comando.
—Dime.
Ella bajó el cuaderno y lo miró fijamente.
—Sabes que esto no es una simple emboscada, ¿verdad? No es mi tío enviando un matón para intimidarme. Esto es… más grande. Mucho más.
—Sí —respondió él, sin apartar la mirada—. Lo sé.
—Entonces… —respiró profundamente—. Entiende algo. Si en el puerto pasa lo que creo que va a pasar, yo puedo morir.
Damián frunció el ceño, avanzó hacia ella y puso las manos en la mesa, de cada lado de su cuerpo, obligándola a mirarlo de frente.
—No digas eso.
—Es la realidad.
—La realidad es que no te voy a perder.
Ella sostuvo la mirada.
—No puedes prometer algo así, Damián.
Él apretó la mandíbula.
—Te equivocás. Puedo, y lo hago. —Se inclinó un poco más hacia ella—. No voy a permitir que acabes como tu padre. No voy a dejar que ese hombre, o el Cónclave, o cualquier sombra toque un solo cabello tuyo.
Valeria sintió un temblor interno. No de miedo. De todo lo contrario.
—Damián…
—No te voy a dejar sola en esta guerra —continuó él, con una voz grave y suave a la vez—. Si te metes al infierno, yo voy contigo. Si luchas, lucho. Si sangras, voy a ser el que te cubra. Y si tienes que morir… —se detuvo, respiró hondo—. Moriré contigo.
El aire entre ellos se volvió inflamable.
Valeria, atrapada entre sus brazos, entre su rabia y su devoción, entre su destino y su temor, solo dijo una cosa:
—No digas eso. No quiero perderte tampoco.
El plan
El momento se rompió cuando Damián se alejó un paso y volvió al modo táctico. Ella también enderezó la espalda, limpiándose las emociones del rostro como quien enjuga sangre para seguir peleando.
—Bien —dijo Valeria—. Tenemos que dividir esto en dos objetivos: sobrevivir… y obtener respuestas.
—Y matar a quien se interponga —añadió él.
Ella no lo negó.
—Primero, rutas de salida —dijo él desplegando un mapa antiguo del puerto viejo—. Estos son los callejones útiles, cámaras apagadas, muelles abandonados y zonas sin patrullaje.
Valeria los estudió con rapidez.
—El punto que marcaron en el mensaje… —señaló uno de los muelles deteriorados—. Aquí no hay iluminación. Madera vieja. Agua profunda. Si quieren tirar cuerpos, es el lugar perfecto.
—Exacto —respondió Damián—. Nos quieren vulnerables.
—No conocen mi definición de vulnerable —replicó ella.
—Amén —dijo él.
Armas y máscaras
Valeria se acercó a la mesa donde él había puesto una fila de armas.
—Quiero algo pequeño, rápido y silencioso —dijo.
Damián le pasó dos dagas cortas, negras, ligeras, equilibradas.
—¿Te van bien?
Ella las tomó, giró las muñecas, las probó en el aire con movimientos precisos. La facilidad con la que las manejaba habría asustado a cualquiera… excepto a Damián, que la miraba con una mezcla de orgullo y preocupación.
—Perfectas.
Luego le ofreció una pistola compacta, cargador doble, silenciador.
—Ésta también la llevas.
Valeria la aceptó sin dudar.
—¿Y tú?
Damián cargó una pistola más grande, un cuchillo oculto en la pierna, un arma secundaria en la espalda y una tercera en el tobillo.
Valeria levantó una ceja.
—Planeas una guerra.
—Planeo que vuelvas conmigo —respondió.
Después, le ofreció algo inesperado.
Una máscara negra, minimalista, que solo cubría los ojos y parte de las mejillas.
Ella la tomó, sorprendida.
—¿Para qué?
Damián la observó con una seriedad penetrante.
—Porque el Cónclave no puede saber tu rostro todavía. No hasta que elijas tú cuándo mostrarlo.
Valeria sintió un escalofrío.
—Gracias.
—Póntela —pidió él.
Ella obedeció.
Y en ese instante, Damián se quedó quieto.
Inmóvil.
Mirándola como si la estuviera viendo por primera vez.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Pareces… la sombra misma —dijo él—. La hija de la noche que ellos crearon… pero que ahora va a destruirlos.
Un estremecimiento recorrió la espalda de Valeria.
No de miedo.
De poder.
La revelación antes de la batalla
Cuando terminaron de prepararse, Valeria volvió al cuaderno. Lo abrió por una página marcada con una doble línea roja. Nunca la había notado antes. Debía haber pasado por alto ese doble trazo.
Al leerla, su respiración se cortó.
Y lo que vio cambió el rumbo de todo.
Un nombre.
Un nombre que ella conocía.
Un nombre que jamás habría imaginado en esa lista.
Sus dedos se tensaron sobre el papel.
Damián notó el cambio en su rostro.
—Valeria… ¿qué dice?
Ella levantó la mirada, pálida, confundida, herida.
—Damián… —susurró—. Mi padre… escribió aquí… que alguien cercano a mí… era parte del Cónclave.
Damián abrió los ojos.
—¿Quién?
Ella lo miró sin poder decirlo en voz alta todavía.
—Es imposible —susurró—. Es alguien que no debería estar aquí. Alguien que no tiene sentido. Alguien que… que me importa.
Editado: 10.12.2025