El susurro de la noche

Capitulo 32

El silencio en el hangar era tan tenso que parecía vibrar. La figura en lo alto —esas botas oscuras, el abrigo largo ondeando con la brisa que se colaba entre los paneles metálicos— observaba la escena con un aire casi teatral.

El Cuervo.

Aunque Valeria nunca había visto su rostro completo, había oído suficientes historias para reconocer la arrogancia en su postura. Era un fantasma difícil de alcanzar, un estratega calculador que nunca dejaba rastros… hasta ahora.

Valeria dio un paso adelante sin bajar la guardia. Adrian, a unos metros detrás, tensó la mandíbula y puso una mano cerca de su arma oculta.

—Así que tú eres la sombra que lleva años escondiéndose detrás de plumas y rumores —dijo Valeria, su voz firme aunque su corazón latía como un tambor.

El Cuervo inclinó ligeramente la cabeza, como si apreciara el comentario.

—Y tú eres la pequeña Valeria Cruz —respondió, con una voz grave y modulada—. Qué ironía encontrarte aquí, en el mismo lugar donde tu padre cayó.

La sangre de Valeria se congeló.

Ahí estaba.
La prueba.
La confirmación.
El hombre había estado allí.

Su respiración se convirtió en cristales afilados.
Su visión se enfocó como si el resto del mundo se desvaneciera.

—¿Estuviste esa noche? —preguntó, con un control tan perfecto que incluso ella se sorprendió.

El Cuervo sonrió. No era una sonrisa amable; era la sonrisa de alguien que disfrutaba del caos.

—Claro que sí. Tu padre cometió errores que no podía permitirse. Y tú vienes a repetirlos.

Valeria sintió cómo algo en su interior se incendiaba.
Una furia que llevaba años contenida.
Un grito en silencio que al fin exigía salir.

Adrian dio un paso hacia ella.

—Valeria… —advirtió, bajito, como si pudiera detener un huracán.

Pero ella ya no escuchaba.
No podía.

El disparo llegó antes que las palabras.

Un chasquido.
Una chispa.
Una bala descendiendo desde las vigas como un relámpago mortal.

Valeria se movió por puro instinto, rodando hacia un costado. Adrian la siguió, tirándose al suelo justo cuando otra bala impactó donde había estado un segundo antes.

—¡Mierda! —gruñó él, sacando su arma—. Está armado.

Valeria se incorporó de inmediato, ágil, letal.

—Claro que está armado —respondió con rabia contenida—. Es un cobarde, no un fantasma.

El Cuervo se deslizó entre las vigas con una facilidad escalofriante, casi como si las sombras lo protegieran. Sus ojos—porque ahora Valeria sí podía verlos—brillaban detrás de una máscara negra.

—No vine a matarte hoy —dijo desde arriba, como si estuviera dictando las reglas de un juego macabro—. Solo a recordarte que no puedes escapar de tu destino.

—Mi destino es destruirte —escupió Valeria.

El Cuervo soltó una carcajada fría.

—Inténtalo.

El hangar estalló en caos.

De las sombras emergieron hombres armados.
Cinco.
Ocho.
Diez.

Demasiados.

Adrian se puso automáticamente delante de Valeria, como si su cuerpo pudiera ser un escudo. Pero ella lo empujó hacia un costado.

—No te atrevas —le dijo, casi gruñendo—. No viniste aquí a morir por mí.

—No voy a dejarte sola —respondió él, obstinado—. Ni ahora ni nunca.

Ella sintió un temblor. No miedo, no duda… sino la peligrosa amenaza de que esa frase podría quebrarla por dentro.

Pero no había tiempo para procesarlo.

El primer hombre cargó contra ellos.

Valeria lo recibió con un giro rápido, esquivando su ataque y clavándole una rodilla en el estómago antes de desarmarlo. En el mismo movimiento giró el arma y le dio un golpe seco en la nuca, dejándolo inconsciente.

Adrian, por su parte, se enfrentó a dos hombres a la vez. Sus movimientos eran calculados, duros, marcados por su entrenamiento. Era evidente que no era un simple heredero de mafia: había sido preparado para sobrevivir a una guerra.

Los disparos resonaban en ráfagas controladas. Las luces parpadeaban. El metal vibraba.

Valeria se deslizó entre los atacantes con una precisión casi sobrenatural. Cada golpe suyo era un mensaje: no me detendrán. Cada respiración era un recordatorio de por qué estaba allí.

Pero mientras luchaba, su mente volvía constantemente a una sola idea:

El Cuervo participó en el asesinato de su padre.
Estaba aquí.
Estaba a su alcance.

La necesidad de alcanzarlo era un impulso visceral.
Una necesidad que casi la cegaba.

El ataque disminuyó por un momento.

Los últimos dos hombres retrocedieron, heridos o aturdidos. Adrian se estaba limpiando la sangre de la ceja; Valeria tenía el pecho agitado, pero no por el esfuerzo.

Sus ojos estaban fijos arriba.

El Cuervo había dejado de moverse.
Los observaba.

—Veo que no has perdido tu toque, pequeña sombra —dijo—. Pero no todo es fuerza. Hay cosas que todavía no comprendes.

Valeria levantó su arma.

—Baja —ordenó—. Ahora.

El Cuervo inclinó la cabeza, como si considerara la posibilidad.

Y entonces la descartó.

—No. Aún no es el momento. Hay piezas que deben moverse antes de que el tablero sea perfecto.

—¡Baja! —repitió ella, ahora con los dientes apretados.

Adrian dio medio paso adelante, listo para intervenir si era necesario.

Pero el Cuervo simplemente abrió los brazos, en un gesto teatral, mientras una cuerda se tensaba a su espalda y lo elevaba hacia una abertura en el techo del hangar.

—Nos veremos pronto, Valeria Cruz —dijo—. La verdadera partida apenas comienza.

Y desapareció.

El silencio que siguió fue ensordecedor.

Valeria se quedó mirando el hueco por donde se había escapado, con el arma aún levantada. Sus manos temblaban. No de miedo, sino de rabia pura.




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