El hangar seguía oliendo a pólvora y metal quemado cuando Valeria guardó su arma con manos que todavía temblaban. No era miedo. No era agotamiento. Era furia. Una furia tan antigua como la noche en que perdió todo.
Adrian se mantenía a un paso de distancia, vigilándola. No la tocaba, no hablaba, pero su mirada estaba cargada de una preocupación que ella no sabía cómo enfrentar.
Afuera, el viento golpeaba las láminas metálicas del hangar con un ritmo irregular, como un corazón descompuesto. Cada golpe hacía eco dentro del pecho de Valeria.
Ella respiró hondo. Una. Dos. Tres veces.
Pero no importaba cuántas veces lo hiciera: la rabia seguía allí, viva, ardiente, exigiendo sangre.
—Tenemos que irnos —dijo Adrian al fin.
Su voz era baja, firme, más suave de lo que él pretendía.
Valeria no respondió. Observaba todavía el punto exacto donde El Cuervo había desaparecido, imaginando cómo sería colocar su mano en su garganta y torcer. Cómo sería oír su voz apagarse para siempre.
El silencio de ella era tan pesado que casi parecía una amenaza.
—Valeria —insistió Adrian, dando un paso más cerca—. Hay más hombres en camino. No podemos quedarnos aquí.
Ella giró el rostro hacia él.
Sus ojos estaban diferentes.
Más oscuros.
Más peligrosos.
Más… vacíos.
Adrian tragó saliva. Él conocía esa mirada. Era la mirada de alguien a punto de cruzar un límite irreversible.
—Estoy bien —mintió ella, con una voz tan tensa que casi se quebraba.
—No —respondió él, sin dudar—. No lo estás.
—Adrian, no empieces…
—Vi cómo lo miraste. Vi cómo estabas a punto de seguirlo aunque te disparara en la cara. Estás a punto de perderte, y no pienso dejar que eso pase.
Valeria apretó los dientes.
El enojo se volvió contra él.
—¿Ahora soy tu responsabilidad? —espetó.
—No —respondió con calma—. Pero eres alguien a quien no voy a dejar caer.
Y ahí estaba.
El problema.
La cadena invisible.
Las palabras de Adrian atravesaron sus defensas como un cuchillo caliente. No estaba preparada para eso. Para sentir eso. No ahora, no en medio de la noche, no cuando el fantasma de su padre parecía respirar detrás de cada sombra.
Ella lo evadió, como si su mirada pudiera quemarla.
—Necesito aire —dijo, saliendo hacia el exterior del hangar.
La noche la recibió con un frío cortante.
El mar chocaba contra los muelles con fuerza, levantando espuma que brillaba bajo la luna. Cada ola era un rugido. Cada ráfaga de viento, un recordatorio de que estaba viva… aunque una parte de ella deseara sentir menos.
Valeria caminó hasta el borde del muelle. Se detuvo. Respiró el aire salado, intentando encontrar algo de control.
Pero entonces lo oyó.
El susurro.
No era un sonido real.
Era algo interno.
Un eco profundo que llevaba escuchando desde niña.
Encuéntralo.
Máta lo pendiente.
Termina lo que empezó.
Un escalofrío la recorrió.
Cerró los ojos.
Fue entonces cuando Adrian apareció detrás. Ella lo sintió antes de escucharlo.
—Valeria…
—Te dije que necesitaba aire.
—Eso dijiste. No dijiste que querías estar sola.
Ella giró la cabeza, irritada.
—Es lo mismo.
—No lo es —respondió él, avanzando hasta quedar a su lado—. No cuando acabas de enfrentarte a un hombre que destruyó tu vida.
Valeria apartó la mirada hacia el agua. El reflejo de la luna sobre la superficie temblaba como si intentara escapar.
—¿Quieres saber qué siento? —preguntó ella de pronto, sin mirarlo.
—Sí —respondió él, sin dudar.
Valeria respiró hondo.
—Siento que estuve a centímetros de matar al hombre que mató a mi padre —dijo, la voz temblorosa pero firme—. Siento que si hubiera sido un poco más rápida, si hubiera calculado mejor, si no hubiera… dudado… hoy estaría muerto.
Su respiración se volvió un susurro.
—Y lo peor es que sé que esa oportunidad no volverá pronto.
Adrian escuchó en silencio.
No la interrumpió.
No la corrigió.
Solo estuvo allí.
Ella continuó.
—Cuando lo vi, cuando escuché su voz… sentí que todas mis noches, todas esas veces que cerré los ojos y volví a ver a mi padre morir, todo cobraba sentido. Lo odio, Adrian. Lo odio como nunca he odiado a nadie.
Finalmente lo miró.
—Y necesito que entiendas esto: lo voy a matar.
No era una amenaza.
No era una vaga intención.
Era una promesa.
Adrian la sostuvo con la mirada. Había una tormenta en sus ojos, pero también una calma peligrosa.
—Lo sé —dijo al fin.
—¿Entonces? ¿Vas a detenerme?
—No. Pero voy a evitar que te destruyas en el proceso.
Ella frunció el ceño.
—No necesito que me salves.
Adrian se acercó un paso.
Luego otro.
—No te estoy salvando —dijo, suave—. Estoy quedándome contigo.
Ella retrocedió medio paso. Era casi imperceptible, pero él lo notó. No era miedo. Era defensa. Había construido muros tan altos que incluso él chocaba con ellos.
—Adrian… no hagas esto.
—¿Qué cosa?
—Esto —dijo ella, gesticulando entre ambos—. No te acerques más.
—¿Por qué? —preguntó él, dando otro paso, ignorando la advertencia—. ¿Porque estás rota? ¿Porque tienes miedo de sentir algo? ¿Porque te duele recordar?
Ella apretó las manos en puños.
—Porque si te acerco a mi mundo… no vas a salir —reveló—. Y no quiero verte hundido conmigo.
Adrian sonrió apenas. Una sonrisa triste. Real.
—Valeria, ya estoy dentro. Desde el día en que regresaste a mi vida.
Ella cerró los ojos un instante. Quiso negar. Quiso alejarlo. Pero sus piernas no se movieron.
—No estás entendiendo —murmuró—. El Cuervo… no es el único. Hay más. Mucho más. Esta red es grande. Peligrosa. Y si sigues en esto…
—Estoy contigo —interrumpió él, rotundo.
Editado: 10.12.2025