El amanecer apenas había comenzado a teñir de azul ceniza la línea del horizonte cuando Valeria abrió los ojos. Había dormido menos de tres horas, quizá menos, pero no importaba. Su mente estaba despierta, feroz, enfocada.
La llave negra descansaba sobre la mesa metálica del refugio, con el número 017 brillando como un recordatorio constante de lo cerca que estaba de la verdad… y de lo lejos que había estado todos esos años.
Se sentó en el borde del sofá, descalza, con el cabello revuelto y una sensación áspera en el pecho. No era cansancio. Era instinto.
Alguien la había traicionado desde dentro.
Alguien que había compartido la mesa de su padre.
Alguien que le sonrió mientras planeaba la muerte de su familia.
Y ahora tenía la llave que podría desenmascararlo.
El despertar de Adrian
Valeria se incorporó en cuanto escuchó pasos detrás de ella. Adrian salió de una habitación lateral, con una camiseta negra y el cabello mojado por la ducha. Parecía fresco, alerta… pero sus ojos revelaban que tampoco había dormido del todo.
—Buenos días —dijo con voz grave.
Valeria lo miró de reojo.
—¿Dormiste algo?
—Lo suficiente —respondió él, acercándose.
Ella arqueó una ceja.
—Mentiroso.
Adrian rió suavemente, apenas un exhalo cálido en una mañana helada.
—No podía dejarte sola. Estabas… inquieta.
—Estoy bien —respondió ella de inmediato.
Él se detuvo frente a ella, cruzando los brazos.
—No, no lo estás. Y no tienes que fingirlo conmigo.
Valeria apretó la mandíbula.
No quería hablar de eso.
No todavía.
—Tenemos trabajo —dijo, desviando la conversación—. El archivo prohibido. El código 017 abre una bóveda subterránea en uno de los antiguos edificios administrativos de mi padre.
Adrian la miró con un brillo calculador.
—Y supongo que la bóveda está protegida.
—Extremadamente —respondió ella—. Mi padre siempre dijo que ese archivo contenía “la verdad que destruiría imperios”.
Adrian silbó.
—Interesante.
Valeria tomó la llave y se levantó.
—Nos vamos en diez minutos.
El trayecto
El camino hacia la antigua propiedad de Valerio Montenegro no era largo, pero mentalmente se sentía como atravesar un campo minado. Valeria conducía esta vez, manteniendo los dedos tensos sobre el volante, sin dejar que sus emociones se desbordaran.
El paisaje urbano comenzó a mezclarse con edificios antiguos, algunos abandonados, otros modernizados. Era extraño volver allí. Un déjà vu que le hacía hormiguear los brazos.
Adrian la observó de reojo.
—Podemos no hacerlo hoy —dijo con suavidad—. No tienes que enfrentarlo todo de una sola vez.
Valeria no apartó la mirada del camino.
—No tienes idea de cuántas veces dije eso antes de entrar a un trabajo de noche —respondió fría—. Y cada vez fue una mala decisión.
—Estoy hablando de tu pasado. De tus heridas. No de un sicario con un arma.
Ella sonrió sin humor.
—A veces son la misma cosa, Adrian.
Él suspiró, sabiendo que tenía razón.
El edificio abandonado
Llegaron a una estructura de concreto gris, vasta, con ventanales rotos y grafitis en las paredes. A simple vista parecía un edificio olvidado por la ciudad, condenado al silencio. Pero Valeria sabía que ese lugar escondía secretos que podían incendiar el bajo mundo.
Ella bajó del auto sin esperar a Adrian.
El aire olía a polvo, hierro oxidado, recuerdos y fantasmas.
Adrian se puso a su lado, con su arma en una funda discreta, atento a cada sonido.
—Agradable lugar —murmuró.
—Mi padre lo compró porque era feo —respondió Valeria—. Las cosas valiosas siempre están donde nadie quiere mirar.
Ella se acercó a una puerta de metal completamente cubierta de óxido. Era gruesa, pesada, pero tenía una pequeña ranura rectangular.
La llave.
Valeria respiró hondo y la deslizó.
El metal hizo un clic suave, casi elegante, que contrastaba con la decadencia del lugar.
La puerta se abrió con un gemido gutural.
Adrian la miró.
—Después de ti.
Ella avanzó sin dudar.
La bóveda
Dentro del edificio había un pasillo largo y estrecho, iluminado solo por la luz que entraba desde la puerta abierta. El suelo estaba cubierto de polvo, pero más adelante había marcas recientes.
Valeria se detuvo.
—Alguien ha estado aquí —susurró.
Adrian tensó la mandíbula.
—¿Crees que nos siguieron?
—No… —respondió ella, agachándose para tocar las huellas—. Estas marcas tienen días, quizá semanas. No es coincidencia. Alguien más tenía la llave. O una copia.
—El Cuervo —concluyó Adrian.
—O alguien que trabaja para él.
Continuaron avanzando hasta llegar a un ascensor antiguo con rejas metálicas.
Valeria digitó un código en un panel casi invisible en la pared.
El ascensor bajó con un sonido profundo, como si descendieran hacia las entrañas de la tierra.
Cuando se abrieron las rejas, lo que encontraron era… monumental.
Una sala subterránea, circular, con estanterías metálicas llenas de carpetas, cajas, documentos. Una bóveda archivística diseñada para resistir incendios, explosiones, intrusos.
Pero lo más importante estaba al centro.
Un pedestal con una caja negra.
Sin símbolo.
Sin marca.
Solo… negra.
Valeria avanzó lentamente hacia ella.
Adrian la siguió, tenso.
—¿Qué es? —preguntó.
—La caja “Omega” —susurró Valeria—. La última instrucción de mi padre. Si él moría, yo debía abrirla. Pero nunca encontré la llave.
Adrian tragó aire.
—Hasta ahora.
Valeria colocó la llave 017 en la cerradura frontal de la caja negra.
Adrian dio un paso más cerca.
El aire se volvió denso.
Ella giró la llave.
La caja se abrió con un sonido seco.
Editado: 10.12.2025