El susurro de la noche

Capitulo 38

El silencio duró apenas un latido.

Un solo segundo en el que nadie se movió, nadie respiró, nadie parpadeó.

Luego, como si la realidad se quebrara, los guardias levantaron sus armas al mismo tiempo.

Valeria sintió el corazón detenerse.
Adrian dio un paso instintivo frente a ella, protegiéndola con su propio cuerpo.

Lorenzo Blackwell habló con su tono más frío:

—No disparen dentro del despacho. No quiero un desastre. Llévenlos al ala este. Dante, acompáñalos y asegúrate de que no intenten nada.

Dante tragó saliva.
No estaba preparado para esto.
Tenía miedo, pero también sabía que contradecir a Lorenzo era firmar su sentencia.

—Sí… sí, claro —respondió, intentando mantener la compostura.

Tres guardias se acercaron a ellos.
Dos más se quedaron bloqueando la puerta.

Valeria midió rápidamente la situación.
Demasiados.
Sin armas.
En territorio enemigo.

No saldrían por la fuerza.

No ahora.

Adrian respiró hondo, intentando contener la furia que hervía dentro de él.

—Padre… ¿vas a convertir esto en un secuestro?

Lorenzo se encogió de hombros.

—Llámalo protección familiar.

Valeria soltó una risa amarga.

—Una forma interesante de decir cárcel.

Lorenzo la ignoró por completo.

—No quiero herirte, hijo —dijo Lorenzo, caminando de regreso a su escritorio—, pero tú has decidido ponerte del lado equivocado.

—¿El lado equivocado? —preguntó Adrian, con incredulidad—. ¿El de la verdad?

—El lado que arruina imperios —respondió Lorenzo.

La conversación terminó ahí.
Con una seña de Lorenzo, los guardias avanzaron.

Desarmados

Los guardias los rodearon con movimientos entrenados.
Adrian levantó las manos despacio.
Valeria también.

Uno de los guardias se acercó a registrar a Adrian.

Solo encontró el móvil.
Lo arrebató y se lo pasó a Dante, quien lo tomó con expresión tensa.

—También el expediente —exigió Dante.

Adrian no se movió.

—No.

Dante apretó los dientes.

—Adrian…

—Tócalo —dijo Valeria, dando un paso hacia adelante— y te juro que no verás otra puesta de sol.

El guardia alzó su arma reflejamente hacia ella.

Adrian la jaló hacia atrás.

—Valeria…

Ella tragó aire.
No podía morir ahí.
No todavía.

Adrian cerró los ojos un instante.

—Lo llevo yo —dijo finalmente—. No lo voy a entregar. Pero iremos donde digan.

Dante dudó.

—Lorenzo… —dijo mirando hacia el hombre.

Lorenzo volvió a levantar la vista de los papeles.

—Déjalo tenerlo. Mientras estén dentro de la casa, no podrán hacer nada con eso.

Los guardias asintieron.

Dante respiró un poco más tranquilo.

Traslado al ala este

La caminata fue larga.
Demasiado larga.
Demasiado silenciosa.

Valeria analizaba cada paso.
Cada pasillo.
Cada posible salida.
Nada era simple, nada estaba desprotegido.
Había sensores, cámaras, puertas reforzadas.

Era imposible escapar sin un plan.

Pero mientras más caminaban, más detalles notaba.
Las rutas de guardias.
Los puntos ciegos.
Los pasadizos secundarios.

Y también notó algo más:

Adrian estaba temblando.

—Respira —susurró ella sin mover los labios.

—No sabía que mi padre… —tragó aire—. No tenía idea. Todo este tiempo… él sabía. Lo permitió.

Valeria le apretó la mano discretamente.

—No es tu culpa.

Adrian cerró los ojos un momento.

—Lo es. Pude haber preguntado, pude haber visto señales. Pero quise creerlo. Fui un cobarde.

—No —dijo ella con un susurro firme—. Fuiste un hijo. Eso es diferente.

Él abrió los ojos.
La miró.
Y algo en su interior pareció recomponerse.

La habitación custodiada

Los llevaron a una sala amplia del ala este.
Lujosa.
Alfombra roja.
Sofás de terciopelo.
Ventanas reforzadas.
Cámaras en las esquinas.
Una sola puerta.

Una hermosa prisión.

—Entren —ordenó uno de los guardias.

Valeria y Adrian obedecieron.
La puerta se cerró con un sonido metálico.

Tres guardias se quedaron afuera.

Dante miró a través de la rendija.

—Intenten descansar. Lorenzo hablará con ustedes más tarde.

Y se fue.

Valeria bajó la mirada.
Adrian dejó caer el cuerpo en un sofá, exhausto.

—¿Qué hacemos? —preguntó ella.

Adrian respiró hondo.

—Pensar. No podemos enfrentarlos así. Pero tampoco podemos quedarnos aquí.

—¿Conoces salidas? —preguntó Valeria.

—Sí —respondió él, frotándose las sienes— pero todas están vigiladas.

Ella se acercó.

—Entonces esperaremos la oportunidad.

Adrian levantó la vista.

—¿Y si no llega?

Valeria se arrodilló frente a él.

—La crearemos.

Una visita inesperada

Pasaron dos horas.

Oscureció afuera.
Los guardias no se movieron.

Adrian se levantó y caminó por la sala como un animal enjaulado.

Valeria observaba cada detalle de la habitación.
Había algo raro en la pared del fondo.
Una ligera separación en el marco.
Una línea invisible para cualquiera menos para alguien que hubiera crecido rodeada de pasadizos secretos y puertas ocultas.

Se acercó.

Apoyó la palma.
Presionó.

Nada.

Probó más abajo.
Más arriba.
Un leve clic.

Un panel se movió un centímetro.

—Adrian —susurró.

Él giró la cabeza.

—¿Qué…?

—Aquí hay algo.

Adrian se acercó rápidamente y presionó donde ella indicó.

El panel se abrió apenas, revelando un hueco oscuro, muy estrecho.

Adrian abrió los ojos.

—Es un conducto de servicio. Yo… casi había olvidado que existían. Mi madre los usaba para esconder cosas que mi padre no podía encontrar.




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