El susurro de la noche

Capitulo 39

El aire del sótano pesaba como plomo.

La celda, helada y húmeda, parecía un lugar fuera del tiempo, donde la vida se detenía hasta marchitarse. Y sin embargo, allí dentro, sentado contra la pared, respirando con dificultad, estaba Él.

El hombre que Adrian creía muerto.
El hombre cuya ausencia había marcado cada decisión de su vida.
Su verdadero padre.

El silencio se volvió insoportable.

Adrian seguía arrodillado frente a los barrotes, temblando, con los ojos llenos de lágrimas. No era una reacción infantil—era la reacción humana de alguien a quien acaban de arrancarle el suelo bajo los pies.

Valeria lo observaba, con el corazón latiendo como si fuera el suyo. Sabía que ese momento lo rompería… o lo forjaría.

Finalmente, el hombre habló:

—Hijo… —su voz era un susurro áspero, como si llevara años sin pronunciar una palabra real—. Sabía que algún día vendrías.

Adrian tragó saliva con dificultad.

—¿Cómo? ¿Cómo estás vivo? Yo… yo vi tu tumba. Yo estuve allí. Yo… —se quebró, golpeando el suelo—. ¿Cómo?

El hombre cerró los ojos, respirando hondo.

—Porque esa tumba… no era mía.

Valeria entrecerró los ojos.

—Entonces… ¿quién la preparó?

El hombre apretó la mandíbula.

—Lorenzo.

El nombre se clavó en el aire como una daga.

Adrian se quedó inmóvil.

—¿Mi padre… te ocultó? Pero… ¿por qué? ¿Qué ganaba él?

El hombre lo miró con una tristeza tan profunda que Valeria sintió que la piel se le erizaba.

—Porque yo iba a exponerlo. Porque sabía que estaba aliado con El Cuervo desde antes de que todo estallara. Porque descubrí la red que estaban construyendo juntos. Y porque… —hizo una pausa larga— yo era un obstáculo directo para su ascenso.

Adrian retrocedió, temblando.

Valeria dio un paso adelante.

—¿Ascenso hacia qué?

El hombre levantó la vista, sus ojos oscuros y cansados encontrando los de ella.

—Hacia el poder absoluto del tráfico internacional. Lorenzo no quería ser un mafioso local. Quería ser la cabeza del imperio que El Cuervo estaba ampliando. Para eso, tenía que borrar a cualquiera que pudiera frenarlo.

Adrian negó con la cabeza, incrédulo.

—No… no puede ser. Él me crió. Me protegió. Me dio todo. Él…

—Te mintió todo —interrumpió el hombre, con una firmeza que no había mostrado hasta ahora—. Desde el primer día que me encerró aquí, supe que usaría mi ausencia para controlarte. Eres inteligente, Adrian, y él lo sabía. Te necesitaba leal. Te necesitaba ciego.

Valeria vio cómo el rostro de Adrian cambiaba.
Primero incredulidad.
Luego dolor.
Luego algo más peligroso: entendimiento.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Valeria.

—Nueve años… —sus ojos temblaron— exactamente nueve.

Adrian llevó una mano a su boca, ahogando un sollozo.

—Yo tenía once… —susurró, recordando—. Dijeron que murió en un accidente. Que su auto explotó por una falla…

—Fue Lorenzo —dijo su padre—. Él lo arregló todo. Pagó testigos. Manipuló videos. Cuando fui a enfrentarlo, cuando le dije que iba a denunciarlo… me sedó. Me encerró. Y tomó mi lugar.

Valeria apretó los puños.

—¿Tomó tu lugar? ¿Cómo?

El hombre rió con amargura.

—Yo era su socio, pero también su sombra. Él sabía que si desaparecía, sería fácil para él apoderarse de todo lo que yo había construido. Tenía contactos, aliados… y un nombre temido. Él usó eso. Usó mi identidad para cerrar acuerdos, para crecer. Y cuando ya no fue necesario… reinventó su propio dominio con la ayuda de El Cuervo.

Adrian se incorporó lentamente, aún arrodillado, como si sus piernas no respondieran.

—¿Por qué no… nunca…? —intentó decir, pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta.

Su padre extendió una mano temblorosa hacia él.

—Porque no podía verte, hijo. Porque si Lorenzo sabía que tú sabías… te mataría sin dudarlo.

Valeria sintió un nudo en la garganta.

La voz del hombre tembló cuando añadió:

—Me amenazó. Dijo que si intentaba escapar, lo primero que haría sería desaparecerte a ti.

Adrian cerró los ojos.
El golpe final.
La pieza que faltaba.

Valeria colocó una mano sobre su hombro, firme, silenciosa.
Él levantó la vista hacia ella, y por primera vez, Valeria vio algo que nunca había visto en Adrian:

Puro dolor.

La celda se abre

Valeria se puso de pie.

—Dame un segundo —dijo, examinando el candado grueso que sellaba la puerta de la celda.

Era viejo, de hierro pesado.
Un sistema mecánico, no electrónico.

—Puedo abrirlo —dijo ella, palpando los bordes—. Pero tomará unos minutos.

—No tenemos minutos —interrumpió Adrian, con la voz aún rota.

Ella lo miró.

—¿Por qué?

Adrian señaló la esquina del pasillo.

Valeria entrecerró los ojos.

Una luz roja parpadeaba.

—Un sensor —susurró ella.

El padre de Adrian asintió.

—Ese sensor se activa cuando alguien entra a esta área del sótano. Significa que ya saben que ustedes están aquí.

Valeria sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo.

Adrian giró hacia la escalera que llevaba al nivel superior.

—Tenemos que movernos. Ahora.

Pero entonces el padre de Adrian cogió su muñeca desde adentro de la celda.

—Adrian… —sus ojos se llenaron de miedo—. No pueden irse todavía.
Tienen que encontrarlo.

Adrian se congeló.

—¿Encontrar a quién?

El hombre tragó saliva.

—A tu hermano.

El mundo se detuvo.

Valeria se giró lentamente hacia él.

—¿Qué… hijo…?

Adrian retrocedió como si lo hubieran golpeado.

—No… eso es imposible. Yo no tengo…

—Sí —susurró su padre—. Tienes un hermano menor. Nació meses antes de que me encerraran aquí. Tu madre lo escondió por miedo a lo que Lorenzo pudiera hacerle. Él… él es la clave para destruir lo que Lorenzo ha construido. Tiene información, documentos, y… sangre.




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