Me encuentro al borde de la desesperación en una silla rotatoria como con cien archivos para ordenar y subir al sistema. Ser un trabajador público no es una tarea fácil y yo ni siquiera me di cuenta como llegué a parar a una institución del gobierno.
De niño quería ser presidente y a mis veinticinco años lo único que he conseguido es un empleo mediocre; al menos me deja unos cuantos pesos para pagar la comida y el cuarto; pero, a veces, descanso para quejarme a solas de mi vida frustrada. Ni comer se puede en un país tan arruinado, de vez en cuando me pongo a soñar con irme a la United y encontrar un trabajo de analista político en un periódico de renombre, pero quizás no llegue ni a México, de seguro me captura la migra o me agarra movido la Bestia; nunca lo hago porque simplemente le tengo miedo al mañana, porque a la muerte la espero y hasta la invito a tomarse un café mientras hablamos mal de la vida, así que mis propios sueños me traicionan porque me elevan al cielo y me dejan caer de trasero. Salgo de la oficina, según yo, para ir al baño; toda la mañana pasé con malestar en el estómago de tanto cenar espagueti con salsa, incluso tengo que estar encerrado porque no se me permite perder ni un segundo y solo puedo ir al retrete dos veces en el día.
Salgo de la diminuta oficina, que simplemente está representada por una mesa de escritorio y una antigua silla rotatoria en un cuartucho donde cabe un solo sujeto, me dirijo al baño a paso firme y cierro la puerta de un tirón que provocó un ruido estruendoso, inmediatamente después de levantar la tapa, vomito en el retrete, sin previo aviso, ni mis sentidos están coordinados conmigo. Pasan unos cinco minutos y siento que el cuerpo me tiembla, quizás tenga indigestión, me limpio la boca y me acerco al grifo para enjuagarme el sabor ácido de los espaguetis agrios que vomité, pienso un segundo en volver al trabajo porque es lo único que tengo en la vida y no lo dejaría por un pequeño malestar. Debo añadir que el jefe es un viejo déspota que viene al trabajo solo para controlar lo que hacemos, jamás lo he visto trabajar; al retornar a la oficina alguien toca la puerta. —¡Adelante! —expreso con desgano y se asoma Blanquita, la recepcionista, una hermosa muchacha de curvas artísticas e inteligencia sin igual— Blanca luz de mis ojos —menciono con una sonrisa pícara. —Te acaban de traer esta carta, picaflor —responde Blanquita con un tono burlesco. —¿Quién? —Un hombre igualito a vos, pero parecía tu papá. —Qué raro, a mi papa ni siquiera lo conocí; pero gracias, Blanquita, yo la leo… —digo al tomar el sobre, mientras Blanca se retira sonriente como siempre.
El sobre parece viejo porque tiene un color amarillento y no tiene ni remitente, quizás Blanquita se ha confundido, prácticamente nadie viene a buscarme al trabajo y menos a dejarme un recado personalmente, pero no puedo morir de curiosidad y lo abro con sumo cuidado. Dentro hay una carta con el mismo tipo de papel, un papel como de archivo viejo, me asombro un poco al notar el gran parecido que tiene la caligrafía de la misma a mi propia letra y empiezo a leer:
Querido yo del pasado, he venido del año 2044, no te imaginas todo lo que hice para volver aquí y poder darte este recado importante, tengo la esperanza de que leas mi carta y cambies algunas decisiones que tomé en mi vida y que me hicieron daño. Además quiero que alertes al mundo del gran desastre que provocamos, las decisiones y acciones que tomamos en el pasado deben ser diferentes. Se ha desatado una gran guerra, esta guerra tiene armas invisibles, pues entorpece a los hombres, los vuelve inhumanos; son cientos de personas atacándose unos a otros, hay gente a la que se excluye en una completa vida de caverna. Estas personas no saben lo que pasa afuera porque no tienen tiempo para salir y descubrir por sí solas la catástrofe, mientras en la cúspide hay unos cuantos sujetos que se divierten con el show. Hay personas deformes y cientos de enfermos, el agua del mar cubrió el centro de América y fueron pocos los refugiados, casi no hay alimento y el agua vale cien veces más que el petróleo en tu tiempo, podría seguir contándote todo lo que está pasan- do, pero ya no hay tiempo. Te doy pequeñas instrucciones para evitar la catástrofe: renuncia al trabajo que tienes porque nunca te llevará a nada, bien sabes que no te agrada estar ahí y te estancará por varios años, en ellos podrías disfrutar tu vida; avisa a todo el mundo y, por último, evita toda mala acción contra el planeta y no vayas a ignorarlo, te imploro me creas y hagas todo con urgencia.
Después de leer la carta, tenía muchos pensamientos, medité un momento y me puse la mano en la barbilla, al final llegué a una conclusión que, después de un rato, mis labios pronunciaron casi en susurro. —Que sea lo que Dios quiera… —dije y volví a trabajar.
Relato finalista en el concurso de cuentos "Óscar Wilde;" pueden encontrarlo en formato impreso, en la obra "Domar los vientos" de la editorial ADALBA.