El auto avanzaba por una carretera que parecía no tener fin. El asfalto estaba húmedo, y el sonido de la lluvia golpeando el parabrisas acompañaba el tic tac del reloj del tablero. Eran las nueve y cuarenta y siete de la noche cuando Lucía Ferrer vio el letrero oxidado que decía:
“Bienvenidos a Santa Elvira. Donde la noche brilla con fuego propio.”
Habían pasado diecisiete años desde la última vez que pisó ese lugar, y aunque el tiempo lo cubrió todo de silencio, el aire seguía oliendo igual: a tierra mojada, a madera vieja… y a algo que no podía nombrar, pero que siempre le revolvía el estómago.
Apagó la radio. El ruido blanco del viento era suficiente.
Su abuela había muerto tres días atrás, y la herencia incluía aquella vieja casa al borde del lago, donde —según los rumores— se escuchaban voces después de la medianoche.
Lucía nunca creyó en esas historias, pero tampoco había tenido el valor de comprobar si eran ciertas.
El camino se estrechó, los árboles se cerraron sobre el coche como si el bosque quisiera tragársela. Las luces delanteras temblaban con cada bache. Por un instante, juró ver una figura entre los troncos: algo delgado, blanco, inmóvil.
Frenó.
Apagó el motor.
Nada. Solo el sonido de los grillos y las gotas resbalando sobre el capó.
—No empieces a imaginar cosas —se dijo, aunque su voz sonó más como un ruego.
Cuando volvió a encender el motor, el letrero del pueblo ya no estaba.
Solo quedaban las luciérnagas.
Cientos, tal vez miles, flotando frente a ella como pequeñas almas encendidas.
Y entre ellas… una sombra que se movía distinto a las demás.
Lucía tragó saliva, pisó el acelerador y no miró atrás.
Editado: 15.10.2025