La lluvia había cesado cuando Lucía estacionó frente a la vieja casa.
El tejado, cubierto de musgo, parecía doblarse bajo su propio peso, y las ventanas reflejaban la luna como ojos cansados que la esperaban desde hacía demasiado tiempo.
Dejó la maleta en el suelo y buscó las llaves en el bolsillo del abrigo. El metal frío tintineó entre sus dedos.
La cerradura se resistió al principio, pero cedió con un chasquido seco, como si la casa suspirara al reconocerla.
El olor a encierro la golpeó de inmediato: humedad, madera podrida y algo más… algo agrio, como flores muertas.
Encendió la linterna del celular y recorrió el pasillo.
Las paredes estaban cubiertas de retratos antiguos, todos enmarcados con el mismo estilo: madera oscura, cristal opaco, rostros que apenas se distinguían.
Recordó cuando su abuela solía decirle:
“Las luciérnagas siempre encuentran el camino de vuelta a casa.”
Lucía sonrió con amargura.
En aquel tiempo, pensaba que era una metáfora.
Ahora, en medio del silencio, no sonaba tan inocente.
Dejó la maleta en el suelo y caminó hacia la cocina. Las puertas del armario colgaban torcidas, el reloj de pared estaba detenido a las 11:13, y sobre la mesa había una taza de té todavía colocada, como si alguien se hubiera levantado hace apenas unos minutos.
—No puede ser… —susurró.
El aire se movió.
No era viento. Era un susurro, suave, como una respiración que no provenía de ella.
Se giró.
Nada.
Solo el reflejo de su linterna en el espejo del pasillo.
Pero el reflejo no estaba sincronizado.
Por un instante, el espejo tardó un segundo más en moverse, como si la figura que imitaba sus gestos necesitara pensar antes de actuar.
Lucía retrocedió. El celular parpadeó, la linterna se apagó, y la oscuridad se tragó el pasillo por completo.
Entonces, al fondo, algo brilló: una pequeña luz suspendida en el aire.
Una luciérnaga.
Y otra.
Y otra más.
Pronto, el pasillo entero se llenó de ellas, flotando en silencio, formando una línea que conducía hasta la puerta del sótano.
Lucía sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—No… —murmuró, dando un paso atrás.
Pero la puerta se abrió sola, lenta, con un sonido hueco que retumbó por toda la casa.
Desde abajo, una voz infantil, casi un murmullo, la llamó por su nombre.
—Lucía… ven a jugar.
Editado: 15.10.2025