El sol entraba por las cortinas rotas cuando Lucía abrió los ojos.
Por un instante no recordó dónde estaba, hasta que vio el techo de madera y el murmullo del lago al otro lado de la ventana.
La habitación olía a polvo y humedad, y su cabeza latía como si hubiera bebido toda la noche.
“Fue un sueño”, pensó.
Tenía que haberlo sido.
Se sentó en la cama, buscando el celular en la mesita. La batería estaba muerta. Ni una gota de señal.
En el suelo, su linterna seguía encendida… pero el foco apuntaba hacia el pasillo, no hacia ella.
Lucía frunció el ceño.
Recordaba haberla dejado junto a la almohada.
Bajó a la cocina. Todo seguía igual que anoche, excepto por algo nuevo:
La taza sobre la mesa ya no estaba vacía.
Ahora tenía agua limpia y dentro flotaba una luciérnaga muerta.
El corazón le dio un salto.
Retrocedió un paso, tropezando con una silla.
—Esto no está pasando…
El ruido la hizo girar. La puerta del sótano estaba entreabierta.
Un hilo de luz verdosa salía por la rendija, pulsando débilmente, como si alguien respirara ahí abajo.
Lucía se acercó despacio.
El aire estaba más frío, con un olor a tierra recién removida.
Empujó la puerta solo un poco, y el crujido de la madera resonó como un grito ahogado.
Del otro lado, el silencio.
Entonces, el reloj de la cocina —el que había estado detenido desde anoche— comenzó a funcionar.
El tic tac llenó la casa.
Tic. Tac. Tic. Tac.
Lucía dio un paso atrás. Y otro.
Hasta que vio, en la pared del pasillo, algo escrito con carbón:
“Gracias por volver.”
Las letras chorreaban, como si aún estuvieran frescas.
Editado: 15.10.2025