El reloj seguía marcando su tic tac obsesivo cuando Lucía decidió salir.
Necesitaba aire.
O quizás solo una excusa para no mirar otra vez esa puerta del sótano.
El pueblo estaba igual que en sus recuerdos, pero más viejo.
Calles empedradas, faroles oxidados, y casas que parecían desmoronarse con cada soplo de viento.
El lago, al fondo, brillaba bajo la luz gris del amanecer.
Caminó hasta la tienda del único colmado abierto, un local diminuto con un cartel que decía “El Rincón de Tomás”.
El sonido de una campanita la recibió al empujar la puerta.
—Buenos días… —dijo con voz baja.
Desde el fondo, un hombre levantó la mirada. Tendría unos sesenta años, piel curtida y ojos hundidos como si llevara toda una vida sin dormir.
—Vaya… —murmuró—. Pensé que no volverías nunca, Lucía Ferrer.
Lucía se tensó.
—¿Me conoce?
—A todos los que nacieron aquí se les conoce —respondió, limpiando un frasco con un trapo viejo—. Además, eras la nieta de Amalia. La del lago.
Ese apodo le erizó la piel.
—Solo vine a arreglar unos papeles. No planeo quedarme.
El hombre asintió despacio, sin dejar de observarla.
—Eso dicen todos los que regresan. Pero Santa Elvira no suelta tan fácil.
Lucía frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir con eso?
Él se inclinó sobre el mostrador.
—Anoche hubo luces otra vez. En el bosque. Algunos dicen que fue el reflejo del lago, otros… que las luciérnagas volvieron.
Lucía sintió un vacío en el estómago.
—¿Eso tiene algo que ver con… lo que pasó hace años?
Tomás bajó la voz.
—Cuando las luciérnagas aparecen fuera de temporada, significa que alguien las despertó. Y si las despertaron… alguien va a morir.
Lucía palideció.
El hombre se enderezó, volvió a su lugar y añadió:
—No deberías dormir en esa casa. No desde que tu abuela la cerró con candado.
Lucía apretó las llaves en el bolsillo.
—¿Por qué la cerró?
Tomás la miró, serio, como si estuviera recordando algo que preferiría olvidar.
—Porque la última vez que se abrió, una niña desapareció en el sótano.
Editado: 15.10.2025