El cielo estaba cubierto de nubes negras, pero las luciérnagas seguían brillando como si ignoraran la tormenta.
Lucía corrió por las calles vacías de Santa Elvira, con los pies descalzos y el vestido manchado de tierra.
El eco de su respiración se mezclaba con un zumbido que no venía del viento… sino de ellas.
Cada poste, cada ventana, cada rincón del pueblo tenía una luz suspendida.
Miles.
Giraban lentamente, siguiéndola.
Intentó llegar al auto, pero el motor no respondió.
El tablero se encendió solo y el reloj del interior comenzó a retroceder.
00:00.
23:59.
23:58.
—No… no otra vez —susurró.
De repente, el suelo tembló.
Las luces bajaron, una por una, hasta tocar el asfalto.
Y cuando tocaron, se convirtieron en niños.
Los tres niños.
Los mismos que desaparecieron aquella noche.
—Lucía —dijo uno, con la piel cubierta de barro—. Dijiste que volverías por nosotros.
Ella retrocedió, tropezando con una piedra.
Las luces en sus cuerpos parpadeaban como si aún tuvieran fuego dentro.
—Yo no sabía lo que iba a pasar —gritó—. ¡Era un juego!
—Para ti lo fue. Para nosotros, no.
Los rostros de los niños comenzaron a deformarse, derretirse, hasta volverse humo brillante.
El aire se volvió espeso, y el reloj de la torre del pueblo empezó a sonar con un timbre hueco, como si repitiera un lamento.
Lucía corrió hacia el bosque.
Cada paso encendía el suelo con pequeñas luces verdes que la seguían como rastros de fuego.
El lago estaba al final, quieto, inmenso, esperando.
Cuando llegó a la orilla, el agua ya no reflejaba el cielo.
Reflejaba su rostro, pero de niña.
Y detrás de esa niña, su abuela.
—No debiste regresar —le dijo la figura del reflejo, con una voz que no era suya.
Lucía cayó de rodillas.
El aire olía a humo y a tierra húmeda.
El lago empezó a llenarse de luciérnagas muertas flotando sobre la superficie.
De pronto, el silencio se quebró con un grito.
El agua se abrió como si algo saliera desde abajo.
Una mano, blanca y delgada, emergió.
Luego otra.
Y otra.
Lucía gritó, pero las luces la envolvieron, suspendiéndola en el aire.
Su cuerpo brilló, sus ojos se llenaron de luz, y el reloj del pueblo se detuvo exactamente en la hora que el incendio comenzó años atrás.
23:47.
La tormenta cayó.
El fuego volvió a encenderse en el bosque.
Y cuando el agua volvió a calmarse, solo quedaban las luciérnagas…
flotando, esperando.
Nadie volvió a ver a Lucía después de esa noche.
Pero cada verano, las luces regresan.
Como si el bosque recordara.
Editado: 15.10.2025