El susurro de las luciérnagas

Capítulo 8 — La última grabación

Tres meses después de la tormenta, el nombre de Santa Elvira apenas aparecía en los mapas.

El acceso al pueblo estaba cerrado por un derrumbe, y las casas cercanas se habían cubierto de maleza.

Sin embargo, una mujer llegó una tarde nublada, con una cámara colgada al cuello y una libreta en el bolso.

Se llamaba Valeria Ferrer.

Decía ser sobrina de Lucía.

El aire olía a humedad y madera podrida.

Cada paso que daba sobre las hojas secas parecía romper el silencio que el bosque había guardado demasiado tiempo.

—Solo estaré aquí un día —murmuró para la cámara, encendiéndola—. Quiero entender qué pasó.

La casa de Lucía seguía en pie, aunque la puerta estaba hinchada por la lluvia.

Dentro, todo estaba cubierto de polvo.

Los retratos colgaban torcidos, y sobre la mesa había un cuaderno abierto, con la última frase escrita a medias:

“Las luces no se apagan… solo cambian de lugar.”

Valeria tragó saliva.

Encendió su linterna y empezó a revisar cada rincón.

Había fotografías pegadas en la pared: niños sonriendo frente al lago, un grupo de amigos, un atardecer con luciérnagas flotando sobre el agua.

Todas las imágenes tenían algo en común: faltaban rostros.

Alguien los había rasgado.

De pronto, un sonido.

Un clic metálico.

El televisor se encendió solo.

En la pantalla apareció Lucía.

Estaba en el mismo salón, con los ojos hinchados y la voz temblando.

—Si alguien ve esto… no crean lo que dicen del fuego. No fue un accidente. Las luces… las luces son ellos.

—¿Ellos? —susurró Valeria, acercándose.

La grabación tembló.

Lucía miró a la cámara, como si pudiera verla.

—No vuelvas.

—¿Qué?

El video se cortó.

El aire se volvió más denso.

Valeria intentó apagar la linterna, pero no respondía.

Las luces del techo parpadearon, una, dos, tres veces.

Entonces escuchó risas de niños…

Venían del lago.

Corrió hacia afuera.

La noche había caído por completo, y las luciérnagas danzaban sobre el agua como pequeñas brasas.

Entre ellas, una figura se levantó lentamente.

Lucía.

Su piel brillaba como si estuviera hecha de vidrio y fuego.

Valeria cayó de rodillas, llorando.

—Tía…

—Vete —dijo Lucía con una voz que no era humana—. Santa Elvira no perdona.

Las luces del bosque comenzaron a moverse, rodeándolas.

El agua se agitó, el viento sopló con fuerza, y el cielo se abrió de golpe, dejando caer una lluvia luminosa.

Valeria gritó, pero nadie escuchó.

A la mañana siguiente, los rescatistas solo encontraron la cámara, aún encendida, flotando sobre el agua.

En el video final, podía verse un resplandor verde moviéndose hacia la lente…

y una voz suave, casi dulce, susurrando:

“No todos los que se pierden, mueren. Algunos… se encienden.”



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En el texto hay: misterio, suspenso, terror

Editado: 15.10.2025

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