Daniel avanzaba por la carretera olvidada que conducía a Santa Elvira con las manos tensas sobre el volante. La niebla se espesaba a cada kilómetro, hasta que los faros del coche apenas iluminaban unos pocos metros frente a él. Cada curva parecía prolongarse infinitamente, como si el camino mismo se negara a dejarlo llegar. Entre la bruma, destellos verdes flotaban en el aire, pequeños y luminosos, parpadeando como si lo guiaran… o lo acecharan.
El sonido del motor parecía distante, amortiguado, y un frío intenso le recorrió la columna vertebral. La sensación de ser observado se volvió insoportable. Cada sombra entre los árboles se movía de manera extraña, ondulante, con gestos humanos que se perdían antes de poder distinguirlos. Daniel quiso pensar que eran simples ramas, pero los destellos verdosos sobre la carretera no podían ser naturales. Recordó el video de Valeria, la voz suave de Lucía: “No todos los que se pierden, mueren. Algunos… se encienden.” Ahora entendía que esa frase no era una advertencia, sino un llamado.
A lo lejos, el lago apareció como un espejo inmóvil. Las luces verdes flotaban sobre el agua, cada una vibrando con un ritmo propio, girando en círculos, formando figuras que no podía identificar. Daniel apagó el motor y respiró hondo. La cámara de video, colgada del cinturón de su mochila, comenzó a grabar sola. La imagen mostraba un resplandor verdoso que se movía entre los árboles, como si alguien o algo lo invitara a adentrarse en el bosque.
—Daniel… síguenos —susurró la voz nuevamente, delicada, femenina, pero con un eco imposible de ubicar.
El corazón le latía con fuerza. Dio un paso hacia la orilla, y el suelo pareció vibrar bajo sus pies. La niebla se separó ligeramente, revelando figuras flotantes sobre el agua: los tres niños del incendio, sus cuerpos envueltos en luz verde, con los ojos vacíos pero llenos de un fuego interno que parecía llamarlo. Sus manos se alzaban, formando un gesto que mezclaba súplica y desafío. Daniel avanzó, sintiendo que la cámara sobre su pecho captaba detalles que él no podía ver: luces que se movían en patrones imposibles, figuras que se desdoblaban y reaparecían, y sombras que no pertenecían a ningún objeto físico.
—Nos encontraste —dijo uno de los niños, su voz resonando dentro de la cabeza de Daniel como si no existiera distancia.
Un escalofrío recorrió su espalda. El lago comenzó a agitarse sin viento, y cada ola reflejaba rostros humanos que emergían del fondo, pequeños, pálidos, apenas reconocibles. La superficie del agua brillaba con cientos de luciérnagas que ascendían en espirales, formando círculos perfectos alrededor de los niños, como si controlaran su movimiento. Daniel quiso retroceder, pero una fuerza invisible lo mantuvo inmóvil, obligándolo a observar, a entender.
Entre la línea de árboles surgió un resplandor más intenso, más grande que todos los anteriores. Era como si el bosque entero respirara, latiendo, esperando. Y de ese resplandor surgió la figura de Lucía: piel brillante, rostro inexpresivo pero con los ojos iluminados desde dentro. A su lado flotaba Valeria, igual de espectral, ambas extendiendo las manos hacia Daniel. La voz de Lucía se mezcló con el viento:
—Santa Elvira no perdona, Daniel. Solo acepta a quienes cumplen la promesa.
El periodista tragó saliva. Intentó hablar, pero el sonido de su voz se perdió entre el murmullo de miles de luciérnagas. Cada luz vibraba al ritmo de su corazón, y cada pulso parecía acercarlo más al agua. Sin darse cuenta, un pie tocó la superficie del lago… y no se hundió. La gravedad, el agua y el tiempo parecían haberse doblado a la voluntad de las luces.
Los niños giraron sobre sí mismos, formando un remolino de luz y susurros que parecía absorber todo el aire alrededor. Daniel se encontró suspendido, flotando sin esfuerzo, atrapado en un instante donde pasado y presente se unían. Lucía avanzó lentamente hacia él, su cuerpo brillante dejando un rastro de luz que se extendía sobre la superficie del lago. Valeria sostuvo su mano, y juntas señalaron el bosque: una invitación y una advertencia al mismo tiempo.
—Ven. Solo entendiendo lo que ocurrió podrás regresar —susurró Lucía.
Daniel no dudó más. Con un último vistazo al cielo cubierto de nubes negras, se adentró en el círculo de luces. Cada paso lo llenaba de recuerdos imposibles: los gritos del incendio, la risa de los niños, los susurros del sótano. Y mientras el bosque lo envolvía, comprendió que Santa Elvira no era solo un lugar… era un ser vivo, una memoria luminosa que reclamaba a quienes despertaban sus secretos.
El lago brillaba con intensidad sobrenatural. Las luciérnagas giraban en espirales interminables, y la figura de Lucía lo tomó de la mano, mientras detrás de ella, los tres niños flotaban como guardianes de una historia que no se debía olvidar. Daniel cerró los ojos. Cuando los abrió, ya no estaba en la orilla del lago… estaba dentro del corazón de Santa Elvira, donde cada luz era un recuerdo, y cada recuerdo, un destino inevitable.
Editado: 15.10.2025