Daniel abrió los ojos y lo primero que notó fue el silencio. Un silencio profundo, húmedo, que olía a tierra mojada y madera vieja. No estaba en el bosque ni en la carretera; estaba dentro de algo que parecía respirar a su alrededor, como si el propio aire lo envolviera. Las luciérnagas flotaban suspendidas en la nada, brillando con tonos verdes y dorados, formando caminos que se curvaban alrededor de él, invitándolo a caminar. Cada luz emitía un zumbido apenas perceptible, pero lo suficiente para que sintiera que le hablaban.
Avanzó un paso, y el suelo bajo sus pies respondió con un eco que no parecía humano. Cada movimiento suyo provocaba que las luces se reorganizaran, como si fueran un espejo de sus emociones: miedo, confusión, fascinación. Entonces vio los reflejos en el aire: fragmentos del pasado de Santa Elvira, flotando como imágenes en una pantalla invisible. Casas que se incendiaban, niños corriendo entre los árboles, el rostro de Lucía, joven, sonriendo antes del desastre, y luego gritando mientras el fuego se extendía por todo el bosque.
—No debiste volver —susurró una voz detrás de él. Era Lucía, pero diferente, más etérea, más antigua.
Se giró lentamente. La figura que había visto flotaba sobre el suelo, brillante desde dentro, y a su lado Valeria lo observaba en silencio, con la misma expresión que había tenido cuando la vio por primera vez en el lago. Daniel extendió la mano, pero no podía tocar ninguna de las dos; su piel pasaba a través de ellas como si fueran fantasmas de luz sólida.
—¿Qué es este lugar? —preguntó con voz temblorosa.
—Esto es Santa Elvira —respondió Lucía—. El corazón de lo que nadie recuerda, lo que nadie quiere ver. Todo lo que desaparece… se enciende aquí.
El zumbido de las luciérnagas aumentó, formando un remolino a su alrededor. En el centro, los tres niños aparecieron nuevamente, flotando, cubiertos de barro y luz, mirándolo con ojos que parecían mirar no solo su cuerpo, sino su alma. Daniel retrocedió, pero las luces formaron un círculo imposible de traspasar, manteniéndolo dentro.
—Nos despertaste —dijo uno de los niños, y su voz parecía resonar en la nada—. No podemos descansar hasta que entiendas.
Las imágenes del pasado comenzaron a moverse a su alrededor. Vio a la abuela de Lucía cerrando la puerta del sótano, vio el incendio, vio las manos de los niños arder en la luz de las llamas, y luego vio a Lucía huyendo, una niña perdida, temblando frente al lago mientras las luciérnagas flotaban sobre ella. Cada escena lo golpeaba como un recuerdo propio, aunque él nunca lo había vivido. Sentía que su mente se mezclaba con la memoria de Santa Elvira.
Un susurro emergió de la nada, profundo y antiguo:
—Solo quien comprende lo que fue puede liberarlo… y solo quien enfrenta el pasado puede sobrevivir al presente.
Daniel se dio cuenta de que no estaba allí solo para investigar, ni siquiera para reportar. Estaba allí para formar parte de algo más grande. Cada luz, cada sombra, cada reflejo le mostraba que la historia de Lucía y Valeria no había terminado; se había extendido a todos los que llegaban a Santa Elvira, a todos los que despertaban sus secretos.
Las luciérnagas comenzaron a ascender, formando un túnel de luz que se abría entre los árboles que ahora aparecían a su alrededor, como un portal hacia otro fragmento de tiempo. Daniel sintió miedo, pero también una curiosidad que lo empujaba hacia adelante. Sabía que cada paso que diera lo acercaría a la verdad… y también al peligro.
—Si cruzas —susurró Valeria—, ya no habrá vuelta atrás.
—Lo sé —dijo Daniel, con la voz firme a pesar del temblor en sus manos.— Tengo que ver… tengo que entender.
Al dar el primer paso dentro del túnel de luces, sintió que el aire lo abrazaba y lo empujaba al mismo tiempo. Las imágenes se aceleraron: el incendio, los gritos, las luces verdes sobre el lago, los rostros de los niños desaparecidos, y finalmente el rostro de Lucía mirándolo desde dentro del agua. Cada imagen quemaba la retina y el alma, y el zumbido de las luciérnagas se convirtió en un coro de voces susurrantes: “No todos los que se pierden mueren… algunos se encienden.”
Y mientras avanzaba, comprendió que lo que había visto en los videos, lo que había escuchado, no era suficiente. Santa Elvira guardaba más secretos, más memorias, más luces que nunca habían salido a la superficie. Él estaba solo, pero al mismo tiempo rodeado por cientos de presencias, observando cada movimiento, esperando que comprendiera lo que nadie más podría entender.
Editado: 16.10.2025