El susurro de las luciérnagas

Capítulo 13 — Los secretos del lago

El sol se escondía detrás de las montañas cuando Daniel volvió a acercarse al lago. La niebla ya había descendido, cubriendo la superficie del agua con un velo gris que parecía moverse con vida propia. Cada paso sobre la orilla crujía con hojas secas y ramas quebradas, y a cada instante sentía que algo invisible lo observaba desde el otro lado. Las luciérnagas aparecieron antes de que pudiera hablar, flotando sobre la superficie como si fueran faroles antiguos guiándolo hacia algún lugar secreto.

—¿Qué es este lugar realmente? —murmuró, ajustando la cámara colgada al cuello—. ¿Un cementerio? ¿Un portal? ¿O solo recuerdos que se niegan a morir?

El aire estaba cargado de historia. Daniel comenzó a caminar por la ribera, tomando notas y grabando cada detalle. Las piedras, la vegetación, incluso el sonido del agua al rozar las rocas parecían contar una historia que nadie le había contado antes. Mientras avanzaba, vio reflejos extraños en el lago. No eran los suyos: eran sombras de personas, fragmentos de Lucía, Valeria, y los tres niños que habían desaparecido años atrás. Cada reflejo se movía de manera autónoma, repitiendo gestos, risas o lágrimas que nunca existieron en el presente.

Un zumbido más intenso emergió de la oscuridad. Las luciérnagas comenzaron a girar en círculos sobre un punto específico del lago. Daniel se inclinó para mirar mejor y vio algo hundido en el agua: un baúl, antiguo y cubierto de musgo, idéntico al del sótano de la casa de Lucía. El corazón se le aceleró.

—No puede ser… —susurró.

Una voz etérea emergió del viento, arrastrando el sonido hasta sus oídos como un eco lejano:

—Todo lo que desaparece, queda registrado aquí. Todo lo que se olvida… despierta cuando alguien lo recuerda.

Daniel dio un paso atrás, pero sus pies se hundieron ligeramente en el barro húmedo. El agua frente a él comenzó a burbujear, y de repente, el baúl emergió completamente, flotando con suavidad. La tapa estaba entreabierta y de su interior emanaba un resplandor verde intenso. Cada chispa de luz contenía un fragmento de memoria: risas infantiles, gritos, juegos en el bosque, el incendio, y luego la calma tras la tormenta.

—Es como si cada vida estuviera atrapada en estas luces —murmuró, con el corazón latiendo a mil por hora—. No son espíritus… son recuerdos vivos, esperando ser liberados.

Entonces vio el reflejo de Lucía. Estaba parada sobre el agua, sin hundirse, con los ojos vacíos y brillantes desde dentro. A su lado, Valeria sostenía una de las luciérnagas más grandes, cuyo resplandor parecía latir como un corazón.

—Si quieres entender —dijo Lucía, su voz mezcla de advertencia y súplica—, tienes que mirar lo que nadie se atreve. No solo la luz, sino lo que oculta la oscuridad.

Daniel tragó saliva. Tomó un pequeño bote que estaba amarrado a la orilla y se acercó al baúl. Cada movimiento provocaba que las luciérnagas formaran remolinos a su alrededor, iluminando los rostros de las almas atrapadas. Los niños flotaban, suspendidos sobre el agua, mirándolo con expresión esperanzada. Sus cuerpos eran etéreos, cubiertos de un brillo verde, y cada uno parecía implorarle que no los olvidara.

El aire se volvió pesado, cargado de humedad y recuerdos. Daniel se dio cuenta de que no podía tocar nada sin romper algo: el equilibrio entre las luces y las sombras era frágil. Cada paso lo acercaba a la verdad: Lucía, Valeria y los niños no solo estaban atrapados; la esencia de Santa Elvira misma los mantenía allí, conectados por un hilo que se extendía desde el incendio, desde los días en que la abuela de Lucía trató de protegerlos.

—Esto… esto es demasiado —dijo Daniel, con la voz temblorosa—. No puedo… no puedo salvarlos a todos.

—No es tu culpa —dijo Valeria, pero su voz era suave, firme—. Solo debes entender. Solo así podrán ser liberados algún día.

De repente, un remolino de luciérnagas lo rodeó. La luz lo cegó por un instante, y cuando abrió los ojos, las imágenes se multiplicaron: el bosque incendiándose, los gritos de los niños, Lucía huyendo, y el lago que guardaba cada fragmento. Cada luz, cada chispa, parecía pulsar con el ritmo de un corazón invisible. Daniel comprendió que el fuego no había matado nada; lo había transformado.

—El lago… —murmuró—. Es como un archivo vivo. Cada memoria, cada alma… todo aquí queda registrado hasta que alguien recuerde y libere.

Lucía se acercó, flotando sobre el agua, y extendió la mano hacia él. Por un instante, Daniel sintió que podía tocarla, que podía unir pasado y presente en un solo gesto. Pero la mano atravesó su brazo, y un escalofrío lo recorrió.

—El final aún no ha llegado —susurró Lucía—. Todo esto… es solo el comienzo. Pero si fallas en recordar, si dudas… ellos nunca podrán regresar.

El periodista respiró hondo. La niebla envolvía todo, y el lago parecía infinito. Las luces se dispersaron lentamente, formando caminos que se perdían en la oscuridad del bosque, y los ecos de las risas de los niños flotaban en el aire, mezclándose con el zumbido constante de las luciérnagas.

Daniel miró el lago, el baúl y las luces danzantes. Supo, con claridad helada, que Santa Elvira no perdona, pero tampoco olvida. Todo estaba conectado: la casa, el sótano, el incendio, los niños, Lucía, Valeria, y él mismo. Y aunque aún no comprendía completamente cómo, entendió que algún día… todas esas almas atrapadas volverían a brillar. Solo necesitaban que alguien las recordara hasta el final.

El viento sopló de nuevo, llevando consigo un susurro:

—Alguien debe terminar lo que comenzó… y tú, Daniel, eres parte de ello.

Y mientras la noche caía sobre Santa Elvira, el lago brillaba tenuemente, reflejando miles de luces verdes, como si cada alma atrapada supiera que, aunque todavía no era su momento, la liberación algún día llegaría.



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En el texto hay: misterio, suspenso, terror

Editado: 16.10.2025

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