La noche había caído sobre Santa Elvira como un manto oscuro y silencioso, cubriendo el lago y el bosque con sombras que parecían moverse con voluntad propia. Daniel caminaba por la orilla, los diarios de la abuela de Lucía apretados contra su pecho, mientras cada paso levantaba el aroma húmedo de la tierra y la madera podrida. Las luciérnagas flotaban a su alrededor, formando caminos que cambiaban de dirección con cada mirada, como si jugaran a despistarlo y al mismo tiempo guiarlo.
Entre todas las luces verdes, una brillaba más fuerte, más constante, y parecía anticiparse a sus movimientos. Daniel la reconoció de inmediato: era Valeria, la sobrina de Lucía. Había desaparecido igual que su tía, convertida ahora en una luciérnaga, atrapada entre luz y memoria. Aunque no podía tocarla ni halarla, comprendió que podía seguir sus destellos, dejarse guiar por la forma en que se movía y por los pequeños parpadeos que señalaban los pasos correctos.
—Valeria… —susurró Daniel, con la garganta seca—. Te encontré…
La luz se movió en espirales sobre la tierra, indicando que debía colocar la primera piedra tal como señalaban los diarios. Apenas lo hizo, las luciérnagas comenzaron a girar en una danza hipnótica, y un zumbido bajo llenó el aire, acompañando el ritmo de la luz. Daniel sintió un calor extraño, que no venía del exterior, sino de algo que lo tocaba desde dentro, algo que conectaba con las almas atrapadas.
Una de las luces verdes se separó y se posó sobre el diario abierto, formando letras brillantes:
“Recuerda el fuego, recuerda el miedo, recuerda lo que se perdió.”
Cada círculo que Daniel completaba estaba acompañado por recuerdos: risas infantiles, pasos sobre la madera crujiente de la vieja casa, y el fuego del incendio de aquella noche. Las luces, incluyendo a Valeria, lo guiaban, lo alentaban a seguir y a reconstruir la historia de cada alma atrapada.
Al llegar al quinto círculo, el bosque parecía contener la respiración. Las luces formaron figuras humanas flotando sobre la tierra: los tres niños, Lucía de niña, y la figura luminosa de Valeria. Sus ojos brillaban desde dentro, verdes y llenos de esperanza, y sus sonrisas reflejaban tristeza y alivio al mismo tiempo. Daniel comprendió que confiaban en él; cada paso debía ser cuidadoso, lleno de respeto y atención.
El sexto círculo lo llevó frente al lago. La luz central surgió más intensa, cálida y fuerte, como si contuviera a todas las demás. Las luciérnagas se alinearon en un remolino, elevando ligeramente a Daniel del suelo en un abrazo de luz colectiva. Valeria flotaba al frente, guiando su avance hacia el agua, sus destellos marcando el ritmo de la danza y señalando dónde colocar las piedras y símbolos finales.
—Aquí… está todo lo que fue perdido —susurró Daniel, con el corazón acelerado.
Aún no podían tocar la luz ni cruzar el umbral hacia la liberación, pero por primera vez sentían que estaban muy cerca. Las luciérnagas, las almas atrapadas y la historia de Santa Elvira los acompañaban, preparándolos para la siguiente prueba.
El viento llevó un susurro lejano, lleno de esperanza:
—La memoria nunca olvida… y la luz siempre encuentra el camino de vuelta.
Daniel respiró hondo y se preparó. El próximo paso sería decisivo: cada alma esperaba ser liberada, y solo la comprensión, la fe y el amor podrían abrirles finalmente el camino hacia la vida. Valeria lo seguía con su luz, segura de que él podía ayudarlas, aunque ella misma aún estuviera atrapada entre las luciérnagas.
Editado: 16.10.2025