La mañana llegó sin trueno ni relámpago, solo con el canto tímido de los pájaros que volvían al bosque. La lluvia había dejado un aroma nuevo, como si cada gota hubiese limpiado el aire de siglos de silencio. Valeria avanzó entre los árboles, descalza, con la sensación de que cada paso la acercaba a un límite invisible, el mismo que Daniel había cruzado aquella noche en el fuego.
El altar estaba distinto.
Donde antes había ceniza, ahora había flores que parecían brillar desde sus raíces.
Y sobre la piedra, la luciérnaga azul seguía allí, inmóvil, con una luz más viva, casi humana.
Valeria se arrodilló frente a ella, con el cuaderno de Daniel apretado entre las manos.
El viento soplaba suave, pero había algo más en el aire: una respiración. El bosque entero parecía latir.
—Ya todo está listo —susurró—. Solo falta que despierten.
El lago frente al altar comenzó a moverse, no por el viento, sino por algo que emergía desde su interior. Pequeñas luces ascendieron desde el fondo, miles de luciérnagas que danzaban en círculos, formando un espiral que iluminó el amanecer con destellos verdes y dorados. El sonido del agua se mezcló con un murmullo profundo, un canto que venía de las raíces, de los troncos, de las almas mismas.
Entonces, entre esas luces, lo vio:
Daniel, caminando sobre el agua como si fuera tierra firme.
Su cuerpo no era de carne, sino de luz azulada, la misma que había resistido el fuego. Sus ojos, sin embargo, seguían siendo los mismos.
—Valeria —dijo con voz serena—. Las almas te escuchan. Ellas recuerdan su nombre. Pero necesitan una última chispa para regresar.
Ella abrió el cuaderno. Las páginas estaban en blanco, excepto por una línea recién escrita, como si el bosque la dictara:
“Diles que la promesa no fue en vano.”
Valeria levantó la vista.
Las luciérnagas giraban a su alrededor, como si esperaran su voz.
—La promesa se cumplió —dijo en voz alta, con lágrimas en los ojos—. Ustedes no fueron olvidados. Daniel los trajo de vuelta… con su fuego, con su luz. Ya pueden irse a casa.
Las luces comenzaron a expandirse, envolviendo el bosque entero.
El aire vibró con un sonido leve, como un suspiro colectivo.
Y entonces, las luciérnagas comenzaron a abrirse, una a una, liberando figuras pequeñas, humanas, que emergían con los ojos llenos de asombro. Eran los niños, las mujeres, los hombres que el fuego había atrapado siglos atrás. Todos despertaban, envueltos en luz.
Lucía, desde los árboles, miraba la escena con las manos en el pecho.
El bosque entero se iluminaba.
Los ríos cantaban nombres que ya no se olvidaban.
Daniel sonrió.
Su luz comenzó a apagarse poco a poco, pero sin dolor.
Era como si su alma, en lugar de extinguirse, se repartiera entre las luciérnagas, en cada hoja, en cada gota que caía del cielo.
Valeria dio un paso al frente, queriendo tocarlo, pero Daniel negó con la cabeza.
—No llores —dijo él con calma—. No me pierdo, me transformo. El bosque necesitaba un guardián, y yo elegí quedarme.
—Pero prometiste regresar —susurró ella.
—Y regreso… cada vez que una luciérnaga encienda su luz.
El viento sopló con fuerza. Las luces se elevaron, llenando el cielo como un enjambre luminoso. Cada chispa ascendió, dejando un rastro dorado que se desvanecía en la claridad del día.
El bosque respiró.
Las almas, libres al fin, se mezclaron con la brisa, con el agua, con la vida.
El fuego había cumplido su propósito: purificar, transformar, renacer.
Lucía abrazó a Valeria, y ambas observaron cómo el lago quedaba tranquilo, como si nada hubiese pasado. Pero el aire tenía un brillo nuevo, una serenidad que solo se siente cuando la oscuridad se disuelve.
Sobre la piedra del altar, las letras finales se grabaron solas, con una luz tenue que pronto se apagó:
“El bosque recuerda, y los que prometen, renacen.”
Valeria cerró los ojos.
La última luciérnaga se posó sobre su hombro y, por un instante, creyó escuchar una voz familiar en el viento:
—Gracias…
El sol terminó de salir, llenando Santa Elvira de luz.
El murmullo del bosque ya no era lamento. Era vida.
Y así, bajo el amanecer más claro en siglos,
despertaron las luciérnagas.
Editado: 16.10.2025