Londres, época victoriana.
Durante la revolución industrial y bajo el vasto dominio del Imperio Británico, la ciudad respiraba entre humo, lujo y miseria. Las calles empedradas brillaban bajo la lluvia, y los faroles de gas proyectaban su luz temblorosa, iluminando apenas los callejones oscuros. La luna, pálida y distante, se asomaba entre nubes pesadas que ocultaban las estrellas, mientras pequeñas gotas caían y formaban coronas efímeras en el suelo húmedo.
Entre la penumbra avanzaba una joven. Su cabello rojo escarlata caía en ondas, semejando llamas indomables que desafiaban la oscuridad. Sus ojos azules, tan profundos como un mar en tempestad, brillaban con melancolía bajo el reflejo de la lluvia. La piel trigueña de su rostro estaba perlada de gotas, y en sus mejillas ruborizadas se confundían lágrimas con agua.
Vestía un corset blanco ajustado bajo una falda negra, medias de red que se ceñían a sus piernas y pequeños botines de cuero que golpeaban el empedrado mojado. Una rosa negra adornaba su cabello, sujetando aquellas ondas carmesí que resplandecían bajo la luz mortecina. En su cintura descansaba una daga de empuñadura ornamentada: rosas talladas en hierro negro con toques rojos, como si estuvieran manchadas de sangre eterna.
Ella parecía una visión trágica, una rosa arrojada a la tormenta.
Y mientras la ciudad dormía, más abajo, en lo más profundo de la tierra, allí donde los humanos corruptos eran devorados por su propia avaricia, una presencia despertaba. Entre ecos de gritos y lamentos, un joven demonio observaba desde su reino de sombras. Su cabello dorado caía como oro derretido sobre sus hombros, y sus ojos grises, fríos y crueles, tenían la fuerza suficiente para estremecer hasta el alma más pura. Su piel, blanca como la porcelana rota, estaba marcada por cicatrices profundas: heridas que contaban la historia de guerras, traiciones y castigos sin fin.
Él era Kaelen, el príncipe de las cicatrices.